«Hilo negro», de Pedro Sánchez Sanz
Por Mónica Manrique de Lara.
¿Es Hilo negro un texto autobiográfico?
Creemos poder afirmar que el nuevo texto poético de Pedro Sánchez Sanz sí es un libro en el que la memoria como vía, proceso y ámbito de conocimiento tiene un valor preponderante, y procura, como no puede ser de otro modo, un decurso aún más allá del tiempo y el espacio. Porque la memoria, tal como el arte y la poesía, es una medida de tiempo revolucionaria que desmiente su linealidad. Desde ella, la vida parece darse como un mar, ¿ dónde empieza y dónde termina? La fuerza de cada ola, el sonido de su golpe sobre la arena, es el clamor de un universo entero y compone la visión de un mundo quieto y movido de latido al mismo tiempo.
«Existe un único lugar», dice nuestro autor en el primer verso del primer poema del libro que, a nuestro juicio, marca las referencias de todo el texto.
El tiempo de la memoria se dice, se desdice, se transforma en un balanceo entre el silencio y la palabra, se ovilla, se enreda, se suelta, se hace nido o caída para la propia existencia, y asoma siempre en el corazón con la fuerza del instante presente, veraz por su emoción, fidedigna como testimonio del sentimiento, legado siempre vivo, reencarnado, continuamente alterable, quizá no en su sustancia, pero sí en su forma, trasmutable en el fluir de cada alteración atmosférica del alma. La memoria es sin duda un tiempo vivo, al que otorga un valor espacial, paisajístico y poblado de posibilidades de nosotros mismos. Si tomamos como punto de partida el sentido que el pensador alemán Walter Benjamin otorgaba a la memoria como vía de redención, lugar donde «recuerdo y despertar están más que estrechamente emparentados», se nos abre el carácter auroral de Hilo negro, posición de renacimiento para la oportunidad de dar un nuevo tiempo al tiempo y al espacio transcurridos, un retorno a ese magma que nos va conformando y se sedimenta en el fondo de nuestro sentimiento como espacio coralino, proceso que también supone una búsqueda de sentido. ¿ Y qué sol aparece en este texto poético, en esta suerte de nueva amanecida, de lírico inventario vital para la reconstrucción y comprensión del yo, del tú, del nosotros, de nuestros propios anhelos, añoranzas, ausencias, decisiones, fracasos…?
Versos del libro como «La añoranza también es un hogar» (página 23), «El mundo es un dragón sobre un lecho de aguas inciertas» (página 33), «Pequeñas muertes nómadas que nos alejan» (página 39), van desprendiendo un haz de luces que ilumina un complejo itinerario de vivos lugares comunes, expresado con certeras y profundas pinceladas que no hacen, en ningún momento, concesiones a la retórica innecesaria o vacía, pues cada verso, como flor, nace puro en su emoción y no precisa de artificio ninguno. «No la toques ya más, que así es la rosa», que decía el poema de Juan Ramón.
Quizá amparados en la narratividad para intentar reconocer y recuperar los anclajes del tiempo, cada uno de los poemas de este libro nos resulta esencial en la impresión general y detallada de su paisaje, como si se tratase de un mapa del tesoro, y sobre él, una sucesión de coordenadas que preludian, cada una de ellas, un hallazgo necesario. Pero creemos que en este manantial de experiencias que la memoria convoca, el carácter autobiográfico y narrativo del texto es el pincel, pero no es el pigmento, es el movimiento de la mano, pero no el motivo del lienzo, es, en definitiva, el sendero elegido para trazar nuestro paisaje existencial.
Las preguntas. Este libro, por tener ese carácter formalmente narrativo que ya hemos mencionado, es vía para la formación de un depurado ámbito lírico que, en su propio trascurso, parece ir dando respuestas a las preguntas implícitas en el relato, brotadas como una sucesión de experiencias sintientes que se introducen certeramente en la intimidad del lector. Recordar es, de algún modo, iluminar nuestra conciencia y, desde ese punto, permitir que los hechos se acomoden, a su modo, en la razón y el sentimiento. ¿Dónde estuvo y dónde queda lo acontecido? ¿Cómo convertir este material en algo trasmutable a través de la palabra poética? Esto es lo que Pedro Sánchez parece proponerse y, a nuestro juicio, tan espléndidamente consigue: un espacio memorístico de entrañada evocación poética. La memoria, la errancia, la ausencia. Consideramos que el valor de la ausencia y la consecuente errancia en la existencia es uno de los elementos claves del texto.
«La ausencia es un espacio inerte / vacío y a la vez lleno de ecos, / así como la infancia es un trastero de risas y temores», dice el autor. Somos así hijos de una continua pérdida, y de este modo, el sentido de lo que ya no está se da como un núcleo sentimental que se manifiesta más íntimo y latente que ningún otro, como un juego de espejos entre la respiración, lo más cercano y lo que ya es físicamente inaccesible. Una profusión de horizontes en la ancha plenitud de un paisaje vital, el tiempo hecho “Kairós”.
Desde el encuentro que supone con el poeta, el hecho es quizá la parte más transitable e interpretable de la existencia. De algún modo, la expresión a través del relato autobiográfico es una invitación al hogar que el autor nos ofrece , tras deambular en otros libros por los afanes líricos y las preguntas de una ciudad perdida, de algún fondo abisal, de un refugio en el vuelo, que en este texto se desnudan de pudor conceptual y buscan acomodarse en la casa de la memoria. Imaginamos esos afanes transitados como recorrido vital, frente a la mirada en torno a un fuego que contemplamos y sentimos con el sujeto poético. El hecho es un lugar más cálido y aprehensible para la existencia, parece decir, así que voy a traerte mi relato para que comprendas qué ocurrió de este manera algo más habitable.
Tras el poema prologal, se inicia una primera parte que enraíza en las experiencias de la infancia y la adolescencia, y en la que poemas como «Grietas», «Nebulosa» o «En las nubes» nos remiten a esa atalaya de los primeros años de vida que no queda exenta de las aristas de las «durezas del mundo», como el autor define en uno de sus poemas al referirse a ese proceso inevitable del desencanto y la pérdida de la inocencia. «A veces nos toca ser solamente un cazador cazado» nos explica el autor en su poema «Hilo negro», que da título al libro. Tras esbozar el valor de la palabra con el poema «Pequeño sátiro», esta primera parte finaliza con «Viaje iniciático», donde ya se concreta este tema como ámbito de descubrimiento y fascinación por parte del poeta, al tiempo que preludia la pérdida de la inocencia y el paso hacia la vida adulta: «Todo comenzó con el verbo, ese hallazgo de una luz débil de faro lejano / que acariciaba un órgano escondido / tras un nervio remoto de las vísceras. / El sentido iluminando la vida…».
Nuestro autor, en estos versos, parece evocar ese valor primigenio de la palabra como balbuceo primero al que alude María Zambrano en su «Claros del bosque», ese pálpito que es anterior a todo y que se despierta, apenas perceptible, hacia la luz, en busca de la conciencia y por la necesidad vital del sentido, y así pasa a ser logos, esa inequívoca posición de destierro según la pensadora malagueña.
En la segunda parte del texto se desarrolla, como la propia vida del sujeto poético, un despliegue de secuencias que nos hablan del amor, la amistad, el arte, la muerte, la ausencia, el anhelo, la belleza, y todas sus aristas, dando lugar a poemas tan extraordinarios como «Mudanza», «Pausa de luz» o «Síndrome de Stendhal». Hago especial mención al poema «Flores de silencio», por retomar el valor de la palabra ligada, en esta ocasión, a la idea del silencio, indisociable de la búsqueda poética, donde el autor escribe: «El silencio es el poso que nos queda / cuando se aleja lo poco que importa». Decía Roberto Juarroz que «no se trata de hablar, ni tampoco de callar: se trata de abrir algo entre la palabra y el silencio», y así parecen darse estas palabras entrañadas. Poesía y silencio, esencia y encuentro, el hallazgo.
En la tercera sección, el texto va progresivamente alcanzando un tono más intimista y coloquial, aún menos retórico que en las secciones previas, para ofrecernos una especie de autobiografía detenida que facilita en la conciencia del lector la entrada a raudales de ese inventario vital que se acompasa con la luz del sentimiento. El lector ha podido sentirlo, el sujeto poético se nos confiesa explícitamente en el funambulista ejercicio de los recuerdos, erigido como prisma de preguntas, sentimientos, respuestas. No podemos dejar de mencionar, dentro de esta sección, como preludio a «Mundo oculto», ese magnético y silencioso epílogo a modo de epitafio, los poemas que lo preceden, «Pira funeraria» y «Estela». El primero, sobrecogedor como un cielo nublado, se presenta como un último rescoldo, una esencialización del fuego a través de referencias vitales que recogen los restos del naufragio, una elegía como un sueño de la vida abandonada a la muerte, trazando ya su último vestigio. En «Estela» se iluminan las huellas, el sol de las cenizas, la marca desnombrada sobre la piedra.
No me resisto a leer sus últimos versos: «Cantaréis en la orilla baladas de marinos borrachos, bailaréis en el agua amable del atardecer plateado y alguien dará un largo grito albanés que haga caer la noche sobre todos. Adiós, amigos, adiós, ya por el fuego voy siendo casi nada».
Creemos, al fin, que este libro desvela los orígenes de los anteriores escritos por nuestro autor, no a modo de justificación, sino de esclarecimiento. Teniendo en cuenta la profundidad en la evolución de su obra, creemos que es ésta una posición que solo se hace posible en una etapa de una honda maduración personal y literaria. El hecho como puerta hacia el concepto, hacia el caos impreciso del sueño en fusión con el recuerdo, hacia la pregunta y su anclaje vivencial, la memoria como ojo de cerradura hacia una comprensión de un paisaje que el sentimiento impone en la ventana de nuestra percepción de nosotros mismos y del mundo: «La memoria es todo lo que acontece entre nuestras vísceras y la piel».