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‘El ala derecha’, de Mircea Cartarescu

El ala derecha

Cegador, 3

Mircea Cartarescu

Traducción de Marian Ochoa de Eribe

Impedimenta

Madrid, 2022

553 páginas

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Seguimos sin conocer qué ocurre dentro de la crisálida. Sabemos que se esconde la oruga y que asomará la mariposa. Pero el proceso de metamorfosis sigue siendo un misterio.

«La mariposa fue para los griegos (…) el símbolo del alma y de la inmortalidad. Sin su imagen simétrica y extraña (pues los insectos, que son también ADN, proteínas y supervivencia, al igual que nosotros, son sin embargo para nuestra mente todo lo que pueda ser más monstruoso y más fascinante, porque son mecanismos de carne, nervios, vacuolas, agujas y piezas bucales que funcionan al margen de la conciencia) no habríamos comprendido jamás l alógica de la resurrección y, con toda seguridad, habríamos ignorado el hecho de que tenemos un alma inmortal. La mariposa inventó el alma humana».

Sobre este proceso, sobre esta ignorancia, está construida la tercera parte de Cegador. Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956) nos habla del proceso de evolución, de la construcción de alguien que está, a su vez, sometido a la construcción de un país. Como en anteriores ocasiones, vuelve a sus rizomas, a su mundo pobladísimo de matices, a su voz que parece una invocación, casi un rezo, una constante expresión de deseos en un mundo que padece la enfermedad del patetismo: «Pero -decía Herman aquellas tardes en las que pasábamos horas y horas juntos, irrealizados por la penumbra y sobresaltándonos con el ruido apocalíptico del ascenso-, aunque no puedes salvarte si no estás hecho para la salvación, el hecho de que tengas un órgano que detecta la presencia de la Palabra no significa que ya estés salvado, es tan solo una prueba de que la salvación existe».

Salvación es el deseo clave. De hecho, se nos muestra una realidad tan desconcertante que podríamos calificarla como oscura o sucia (no sabemos bien), a la que en escasos momentos salvíficos llega la fantasía como caballo de rescate. Cartarescu intenta describirlo todo, meter todo dentro de la obra, explicarse por extensión, incluso se permite divagar alrededor de un acto, recordándolo con una y otra comparación sucesiva, sumando a lo largo de extensos párrafos, un acierto tras otro sin que en ningún momento nos parezca que desfallezca, que la suma de aciertos suponga fallos. Volvemos a preguntarnos si hay un plan previo y a confesarnos que lo fundamental es que hay una intención previa, que podemos caer en momentos de surrealismo, como si improvisara el relato sobre algo no programado, pero que sabe bien qué quiere transmitir:

«No he tenido infancia ni juventud, no he entendido nada de lo que sucede en el mundo, he creído siempre que seré, toda la vida, un monstruo solitario, sin esposa, sin casa, sin una piedra en la que apoyar la cabeza, destinado a escribir, años y años, un libro ilegible e infinito, pero que sustituirá algún día al universo».

Sustituir con el arte el universo, es uno de los fundamentos del arte. Ya que no conseguirá, como no consigue la ciencia -que también se imbrica en esta novela- explicarlo.

El libro abre con la infancia, cuestionándose si la vida fue mejor en el pasado, mostrándose, el narrador, como un depósito de todo lo que ha visto y oído. Nos topamos con el tipo supersensorial que enlaza lo personal y lo social -«ni siquiera la luz pura de la nieve salva a la ciudad de su aire siniestro»-. En busca de qué es lo que nos construye, de la formación de un espíritu que no sabe bien en qué consiste pero que a nosotros nos resulta inquietante. De hecho, tanto en esa infancia como en capítulos posteriores, con el tumor cerebral de un amigo o la rebelión contra el tirano y la vida de postguerra, roza el horror. Retrata esa proximidad al horror con un bagaje muy intelectual y con matices muy próximos a la realidad de cualquier persona que haya atravesado un mal día. Así va metiendo, o intentando meter, a todo el mundo, a toda la vida en una novela, y nos vamos dando cuenta, con él, de que el mundo y la vida es uno mismo:

«Abría la puerta opuesta y salía al pasillo, pisando la suave jarapa de trapos, carentes ahora de colores. Afilada y oblicua, en una pared caía la luz de la luna. Abría la puerta de su habitación y se quedaba en el umbral, con los ojos abiertos de par en par, dispuesto a enfrentarse a lo intolerable.»

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