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Las esculturas por escrito de Bellotti

FRANCISCO CERVILLA.

Esculturas por escrito de Evaristo Bellotti es el título de la exposición que ha tenido lugar en el Palacio de Quintanar de Segovia, durante el verano pasado y parte de este otoño.

El nombre de la exposición, un tanto enigmático, proviene de una frase del propio escultor que encuentro en lecturas previas a la visita y que, en conversación con Bellotti, él mismo no recuerda el momento de su primera formulación.

No obstante, Esculturas por escrito en su origen es, creo, el enunciado de una promesa espontánea, la expresión de un anhelo, de un decir no pensado, rápido, en el que subyace el latido que bulle en la obra de Bellotti y que se cuela en su libre decir.

Una escultura por escrito no es un texto para leer, no es una palabra, tampoco una forma. ¿Qué puede ser entonces sino una inscripción en el límite de lo imposible de decir, campo de trabajo del artista, allí donde asoma el vacío? ¿Qué es sino una marca que llama a otra marca y ésta a otra y otra más, sin que haya conclusión, en una serie inacabable? ¿No es esto lo que se juega en la creación artística?

Al respecto y en el mundo de la escritura, Vila-Matas dice que un libro nunca se acaba. Siempre habrá un lector que va a encontrar algo nuevo en el libro, y otro y otro y otro lector más, hasta el punto que el escritor barcelonés ha creado, para cada una de sus obras, una adenda sin fin que continuará escribiendo, hasta el infinito, cada uno de sus libros.

Bellotti fragua una idea, “instante de ver” en términos lacanianos, la ejecuta, “tiempo de comprender”, y quedará irremediablemente inconclusa en el “momento de concluir”. Esa es su riqueza. Y así, esa escultura por escrito, en su trayecto de lo invisible a lo visible, cada vez dirá algo nuevo al observador que la contemple, pero también al propio escultor.

Entras al Palacio de Quintanar y te encuentras una oficina de recepción, carteles informativos, y plantas, y ves en el suelo, al fondo del patio renacentista un conjunto de piezas de mármol blanco, trabajadas, envejecidas, fragmentadas, separadas del cuerpo al que un día pertenecieron, y piensas en el agua, el agua paciente que este mármol ha necesitado.

Es la llamada de Bellotti en el patio, su recibimiento, su saludo. Mármol blanco, recuerdo del agua.

Evaristo nos guía a un grupo de amigos a lo largo de las salas, nos explica, nos muestra, pero entre sus palabras y la obra queda un hueco, una fisura por la que se cuela tu mirada, a riesgo de quedar atrapada.

En el lance te encuentras, sin esperártelo, con los ojos subrayados de las imágenes de Virginia Woolf propuestas por Bellotti, colgadas en una pared, mirando ¿qué? ¿Qué mira Virginia? ¿Qué ve? ¿Por qué Virginia Woolf? ¿En qué bosques sin senderos anda?

¿Qué olas sigues, Virginia Woolf? ¿Trozos de agua que se agitan? Olas que crecen y se deshacen para volver a rehacerse. Olas que se arrastran al retirarse, “con un suspiro como el del durmiente, cuyo aliento va y viene en la inconsciencia”. Agua.

Y vuelves a su mirada. Esa mirada que parece atravesar el tiempo y las emociones y que rescata la tuya de allí donde la dejaste, sobre las peanas de mármol blanco expuestas, talla de aristas perfectas y tacto suave, a las que Bellotti ha despojado de su función. Ni elevan, ni realzan, ni soportan una obra o una escultura, sino que hundidas en sí mismas pretende acogerlas. Y esa cavidad esculpida, evoca dos mundos: uno que se toca y palpa, otro intangible.

En su oquedad los pedestales cobijan las esculturas, representadas por una piedra, humilde canto rodado que diría León Felipe, que muestran a la vez que ocultan, lo que requiere de tu mirada activa, de tu participación, para buscarlas, tocarlas y hasta, es lo que te surge en lo más íntimo, intentar extraerlas.

Y ese hueco en el basamento, inútil como todo obra de arte, evoca la ausencia de la escultura, la omisión de la forma que tendría que sostener, acentuando la impresión de falta: agujero en el espacio que esculpe una escultura invisible. Escultura escrita. 

“Si se da una forma nueva, una escritura nueva, hay oficio nuevo”, escribe Erik Satie en Memorias de un amnésico.

Tras el recorrido entre blancos marmóreos, ocres y collages que evocan la segmentación de los cuerpos y los sugerentes cristales rotos que evidencian el corte, la fragmentación y la renuncia a toda idea de unidad, termina la visita. Pero la mirada de Virginia Woolf se viene conmigo, no me abandona.

Sales al patio, pasas de nuevo junto al conjunto de piezas blancas que allí quedan, frías, en contraste con el calor amigo del escultor.

Desciendes hasta la orilla del Eresma, al otro lado de la ciudad, bajo la impresión de la exposición y las palabras que faltan a la mirada de Virginia Wolf, abismo vacío tallado por la ausencia.

Y acuden otras palabras de la escritora: “¿Restos, pedazos, fragmentos, nosotros también somos eso?” También.

El río discurre tranquilo en dirección al Duero, y de repente, recordando su paso discreto por Valladolid muy cerca de su hermano mayor, el Pisuerga, se te revela reservado, como si buscara también la mesura a su paso por Segovia. 

Y ante el agua, mansa y abundante, vuelven los ojos subrayados por Bellotti que contienen la mirada de Virginia Woolf. Y pienso, tal vez ella, como yo ahora, mirase el agua del río, la corriente capaz de arrastrar párrafos y capítulos ocultos de una vida, incluida la suya propia, y a cuya profunda oscuridad, un día, acompañada de humildes piedras, entregó finalmente su secreto y su vida.

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