Pacifiction (2022), de Albert Serra – Crítica
Por José Luis Muñoz.
No sé si ustedes recuerdan, porque quizá sean muy jóvenes, Rebelión a bordo, una de mis películas de cabecera que habré visto docenas de veces, en donde la tripulación de la Bounty, y el propio director de la película Lewis Milestone, se recrea en ese paraíso luminoso que era entonces Tahiti, la Polinesia, cuando no estaba contaminado porque pocos occidentales lo habían pisado. Bien es verdad que los amotinados de la Bounty convirtieron la isla en la que se refugiaron, la de Pitcairn, porque no figuraba en los mapas y la posibilidad de que los encontrara el almirantazgo para colgarlos era mínima, en un absoluto infierno (aún hoy se llevan a matar los descendientes de los marinos amotinados). El paraíso ha desaparecido, pero el hombre, esa termita destructora, todavía no ha conseguido arrasar la gigantesca belleza de esas crestas picudas verde esmeraldas o esas playas sembradas de cocoteros y bañadas por el mar calmo gracias a la muralla coralina.
Albert Serra, uno de los realizadores más inclasificables e imaginativos que ha dado nuestro cine, un outsider en toda regla que crea para sí mismo sin importarle si el espectador le va a acompañar en su experiencia cinematográfica, aterriza en un Tahití crepuscular, extraordinariamente retratado en imágenes de una belleza impagable gracias a la fotografía sobresaliente de Artur Tort, para hablarnos de esa decadencia que asola el paraíso. La excusa argumental, que es eso, excusa, es la sospecha de que Francia planea otra explosión atómica en la Polinesia y por eso ha desplazado un misterioso submarino del que sale de cuando en cuando su tripulación para divertirse en una sala de fiestas llamada Paradise regentada por un tal Morton (un Sergi López silente que no dice una sola palabra) en donde un grupo de bailarines ensaya una danza étnica. Para mediar entre la población de la isla, que está inquieta y al borde de un estallido social, y los ocultos designios de los franceses, el Alto Comisario de la República De Roller (un Benoit Magimel sencillamente extraordinario), una especie de americano impasible de Graham Greene, traje blanco incluido, intenta averiguar lo que va a suceder y calma los ánimos de los lugareños y de los empresarios franceses que ven peligrar sus negocios.
Durante casi tres horas de proyección la cámara sigue a los personajes de la película, capta sus más íntimas expresiones, espía sus conversaciones, sin que haya nada sustancial que suceda más allá de las idas y venidas de De Roller, sus charlas con los jefes tribales de las islas, sus vuelos en avión, sus paseos nocturnos por el mar tratando de descubrir ese misterioso submarino fantasma, su relación con Shannah (Pahoa Mahagafanau), un mahu, hombre que viste y actúa como mujer muy común en la cultura polinesia, que siempre lo acompaña en sus desplazamientos como secretaria particular, sus conversaciones infructuosas con el almirante (Marc Susini) al que le pide que diga a sus chicos que dejen de machacar a las nativas (cada noche, una misteriosa barca parte de la playa y lleva muchachas al submarino y no se sabe si regresan todas). Entre líneas difusas, Pacifiction envía dardos envenenados al colonialismo francés, a los políticos (“La política es una discoteca. Está fuera de tiempo”) que gobiernan esas islas sencillamente por la indolencia de sus pacientes habitantes.
Sin que suceda nada relevante, y no me pregunten cómo lo consigue el provocativo e iconoclasta Albert Serra, la atmósfera de la película se va enrareciendo al mismo tiempo que se hace opresiva, la luz declina, la luminosidad de las imágenes vira hacia la oscuridad nocturna extraordinariamente retratada y captada hasta en sus más leves sonidos y el film avanza hacia ese final catárquico y asombroso en donde reina el azul oscuro que homogeniza la pantalla y la lluvia se estrella contra el parabrisas del Mercedes de ese protagonista de blanco impoluto y flema británica.
Pacifiction es pura sensualidad, ya que está rodada para los sentidos (las extraordinarias imágenes del oleaje furioso batiendo la muralla de coral; esa escena en la que De Roller recibe la lluvia con los brazos abiertos en un estadio iluminado), coquetea con el surrealismo (el número musical que se marca el almirante y sus marineros, una hipérbole que remite directamente a David Lynch; el DJ masculino de pechos siliconados que pone música New Age en la sala de fiestas Paradise; el obeso mórbido que ciñe con sus manos el cuello de una chica al borde de una piscina) y detención del tiempo (este deja de existir en cuanto el espectador se sumerge en la película y no le importa la morosidad de sus secuencias).
Albert Serra consigue mediante un prodigioso juego calidoscópico de imágenes impecables y sonidos sugerentes un film crepuscular, sexualmente ambiguo, que remite a Querelle de Rainer Werner Fassbinder, y absolutamente hipnótico, algo que solo había conseguido Lars Von Trier en Europa, David Lynch en toda su filmografía, Luis Buñuel en su etapa surrealista o Bigas Luna en sus películas oscuras. El espectador no está mirando desde el patio de butacas sino que está allí, salta al otro lado, a la pantalla, como mudo testigo y dejándose llevar por un vaivén de sensaciones que remite al movimiento de las olas.
La película termina con una secuencia grotesca: el almirante interpretado por el diminuto Marc Susini lanza un panegírico patriota glosando la potencia nuclear de Francia mientras regresa con sus marinos al submarino. Se impone la masculinidad militar frente a la ambigüedad sexual que reina en la isla y esa tripulación, al contrario de la de la Bounty, no se va a rebelar.
Subyugante, desconcertante, magistral y valiente forma de hacer cine la de Albert Serra.