Cantoría: el goce de lo luminoso. XXVII Festival de Música Sacra y Antigua de Badajoz
Francisco Collado.
Es todo un lujo que el epílogo del XXVII Festival de Música Sacra y Antigua de Badajoz llegara de la mano de una agrupación en vertiginoso ascenso como Cantoría. Con un programa de espíritu netamente renacentista, con esa mistura de lo piadoso y lo mundano que caracterizan esas historias mínimas (con parábola final), plenas de ingredientes y texturas. Casi como una deconstrucción de las estructuras imperantes en el Periodo. Entre ensaladas y villancicos. Lo profano se entremezcla con lo pío en las fiestas palaciegas del Renacimiento. Los cortesanos disfrutaban con esta “última moda” que transformaba lo cotidiano en exótico, culminando en un tinte culto de latinajo que, solía condensar la moralidad de lo narrado. Por increíble que parezca, esta mezcla de estilo era apreciada por músicos de las distintas escuelas. El cuarteto acomete el sesgo más popular del repertorio profano del XVI. Y lo hace sin partitura, un particular atrevido, osado y arriesgado, pero de resultado fresco, límpido y homogéneo. El cuarteto sustenta su armazón vocal sobre el timbre soberbio, radiante y de cálido terciopelo de Inés Alonso. El empaste es señero y fluido, la amalgama no opaca ninguno de los registros, resultando un efecto sonoro que (en ocasiones) aparenta mayor número de componentes en la agrupación. El sonido conjunto, excelente. La conducción de voces, milimétrica. El público disfruta el dominio del repertorio, los guiños humorísticos, perfectamente imbricados en lo métrico, ese saber “decir” del castellano arcaico.
Hay complicidad y cercanía en sus modos interpretativos y, sobre todo, hay placer en lo interpretativo y deleite en la exposición de las obras. Algo que se agradece y se disfruta desde la bancada. Obras únicas como “La Bomba” son desgranadas por Cantoría con un gusto exquisito, elegancia y sobresaliente humorada. El “comamos y bebamos” de Enzina se convierte en todo un banquete para los sentidos con voces tan sinceras como la del alto Oriol Guimerá, tan dúctiles como el metal del bajo Valentín Miralles o la dicción de Jorge Losana.
Podríamos definir el estilo del cuarteto como “envolvente”, polícromo y lúdico (quien dijo que el goce está reñido con la técnica). Deliciosas esas rupturas de ritmo, los chascarrillos, lo picaresco, las onomatopeyas que llegaron desde las partituras (y desde la pasión) de los murcianos. Hay un estricto dominio de la paleta cromática que solicitan estas escrituras, alegres (pero llenas de matices), modernas y luminosas.
El cuarteto domina con soltura y descaro el repertorio. Hay madurez en el estilo y en lo técnico, el fruto de muchas horas de trabajo. La plasticidad de la oferta no deja lugar al aburrimiento o a esa distracción (del público) tan peligrosa en repertorios de la época más densos y solemnes, la expresividad en la articulación y el énfasis de los afectos componen un poliédrico (y gozoso) paseo por la alegría de vivir. La comodidad en el desglose queda patente. Los intérpretes disfrutan desgranando (y teatralizando) este repertorio. De dotar de luminosidad al juego profano-religioso de la salmodia “Corten espadas afiladas”, la claridad para rescatar del legajo polvoriento, ese tránsito del ascetismo medieval al vitalismo renacentista, la contradicción entre los intereses de las castas religiosas y las populares de la jocosa “Teresica Hermana” o desarrollar (en modo casi escénico) la obra más completa de Mateo Flecha, representada a modo de medieval torneo (quizá el inventor de los efectos sonoros) y con ruptura de “la cuarta pared” en la voz de Juanilla. El epílogo: La Bomba con acompañamiento de cuerda, una gozada. Cantoría: una gozada para los sentidos. No se los pierdan. Se toman muy en serio las obras humorísticas.