‘El color del agua’, de James McBride
El color del agua
James McBride
Traducción de Josefina Guerrero
Big Sur
Barcelona, 2022
285 páginas
«Sus fotos son horribles, con cabezas cortadas o en las que nada aparece: una mesa, una mano, una silla. Aun así sigue fotografiando cualquier acontecimiento que considere importante porque sabe que todos los recuerdos son vitales como para perderlos y ha perdido demasiados anteriormente.»
Hijo de una madre blanca, de familia judía, de origen europeo, James McBride (Nueva York, 1957), un niño que hereda el color de piel de un padre afroamericano, se pregunta qué supone esto. Cuestionarse quiénes somos y de dónde venimos, sin formular la pregunta, es un reto literario que puede exponerse en forma de memoria. En este caso, la memoria es un homenaje, casi una elegía, que refleja en ella la necesidad de revivir la vida propia y las vidas ajenas. A través de la memoria existe la posibilidad de reconciliarse y hasta de reconciliar a otra persona con su pasado. De ahí este planteamiento, a dos voces, por el que nos orienta McBride, exponiendo tanto su autobiografía como la biografía de su madre, enfrentándolas en singularidades paralelas.
Hablamos de familias religiosas, aunque sientan diferentes religiones. Y frente a las religiones ambos se irán revelando: la madre acabará por cambiar al cristianismo y el hijo acabará por cambiar a la religión de la calle. Ella vivió en una Europa famélica, sobrevivió a los años treinta, a los abusos y al maltrato en la familia, y tuvo que someterse a un aborto a los quince años que liquidó su vida antigua con todo el programa que ella conllevaba. Él se cría en un barrio pobre de Brooklyn, entre otros chicos de color, con una madre blanca que hace la misma vida que quienes son marginados por su raza, en los años sesenta, y acabará por buscar su personalidad, en plena adolescencia, en acciones que parecen medidas contra la madre y que incluyen la rebelión de las drogas. Ambos son un desastre porque no les queda más remedio que serlo: él es desordenado y ella no es capaz de organizar su tiempo. Pero ambos se entregan a los seres queridos, a la familia -que incluye a los diez hermanos de James McBride- y a los amigos.
Mientras leemos estas memorias y esta biografía, vamos cargándonos con una violencia contenida, con la expectativa de que algo malo podría suceder. Algo de los que nos libra el afecto que, sin duda, transmite el autor por la madre, un afecto que parte de la comprensión y de la necesidad de perdonarse que esta comprensión haya llegado un poco tarde. En un mundo que ofrece infinitas posibilidades de desastre, sobrevivimos gracias a las expresiones del amor, y eso, nos descubre McBride, incluye las carencias y reconocer las carencias, las fórmulas con que intentamos rellenar las carencias y hasta un entendimiento con la soledad que nos indica que es necesario sentirla para poder seguir conviviendo.
En cuanto al título, el color del agua es el color del que es Dios, según la explicación de la madre al hijo que empieza a cuestionarse todo. Valga la expresión como una metonimia que nos ayuda a entender lo que no somos capaces de explicarnos. La memoria sigue siendo todo para autores como McBride, y su expresión potente y afectiva nos facilita la aceptación de la nuestra. Un libro, por tanto, estupendo.