“Barbecho”, de Lorenzo Ortega
Por Elena Marqués.
Porque el tiempo de barbecho siempre da su fruto.
Recuerdo cuando estudiamos en el colegio la técnica del barbecho. Término que, por cierto, me encantaba fonéticamente, solo con escucharlo me transportaba de manera automática al viento en el trigal. Pues bien, el barbecho consiste, nos explicaba la profesora, en dejar el campo de labranza reposar un tiempo para que la tierra se regenere y dé luego más fruto. Se completa el procedimiento con limpieza de malas hierbas, espinos y maleza, todo lo que entorpece el ciclo de la siembra y el cultivo.
A mí, que era impaciente por naturaleza, esa pausa me parecía innecesaria. Con mi forma de medir las cosas, y las fuerzas aún intactas (era capaz entonces de andar kilómetros y kilómetros sin sentirlo), imaginaba los surcos y terrones como una fuente de vida sin fin que no necesitaba descansar.
El paso de los años me ha hecho ver que el barbecho es inexcusable y que puede trasladarse a cualquier experiencia o circunstancia. Algo así como que, igual que el tiempo contribuye al crecimiento (y el saneamiento no digamos), la distancia ayuda a ver las cosas en su justa medida y nos enseña a separar el grano de la paja, lo importante de lo que no lo es.
Por eso acogí el libro de Lorenzo Ortega, el primero tras su plaquette Ante el minotauro, con esperanza. Como si aguardara con él, con el libro y su autor, un espacio de quietud para abordar con garantías una lenta y fructífera transformación; también, una paz de la que no gozo.
Claro, que quien conozca a Lorenzo Ortega sabe que en su compañía la tranquilidad no está en absoluto asegurada. Él, en su ternura, es pura llama. Un torbellino de gestos y palabras que aquí se contienen con técnica y sabiduría de poeta ya maduro, libre de artificios y circunloquios y oropeles.
Porque la poesía de Barbecho es breve y sincopada, suma oraciones pequeñas, a veces encabezadas por el impersonal verbo en infinitivo (que no vuelve el poema frío, sino universal), con la sola intención de sumergirnos en una realidad superior, en una atmósfera de campechanía en la que el aquí y el ahora ofrecen su lección casi de filosofía oriental («prefiero mirar y ver / un instante neoplatónico, dos metros cuadrados»). Será por eso que, junto a los infinitivos, los versos de Ortega se decantan por la frescura y cercanía del presente, por la sucesión de nombres que definen y concretan. Será por eso que, aun en ese huracán de amplificatios, todos entendemos.
Barbecho es, ya digo, un limpio espejo de su autor. Se trata de un libro personal y vivo que nos habla de un modo coloquial y en ocasiones con un deje de humor y otro tanto de surrealismo. Un poemario perfectamente estructurado en tres partes, «Descanso», «Terrones» y «Charca», que trasluce la otra faceta de Ortega, de profesión arquitecto. El resultado es una construcción equilibrada y armoniosa, hecha de materiales sólidos y duraderos que por ello trascenderá y crecerá más allá de estas páginas.
Con un breve pero intenso y acertado prólogo de María José Collado, poeta siempre magnífica incluso cuando no escribe, el libro nos conduce temáticamente por un laberinto de sensaciones en las que todos podemos reconocernos. El amor y su cara menos amable del desamor, la traición y el desencuentro (léase el poema inicial), el miedo, la duda, los límites, el tiempo («No conocer al hombre del espejo», dice al inicio de «40 y tantos»), centran buena parte de las composiciones, que se levantan sobre inusuales metáforas que sorprenden por su trascendente sencillez. La palabra, además de apuntar a su significado recto, teje una red de símbolos y referencias donde beben la tradición y la vida, como ese final de «Habladurías» en que los rumores se definen como «gallos en la garganta del Verbo, / risa de antepasados», o ese poema, «Velas», en que regresamos, por la magia del verso iluminado, a las cavernas y al mito; algo connatural a Lorenzo Ortega, preocupado por nuestro lado espiritual, por la esencia del hombre. Por encontrar la línea recta entre el individuo de hoy y el de antaño sabiendo que se superponen con exactitud. Como una de esas fórmulas matemáticas a las que está acostumbrado.
Son hermosas las referencias continuas a sus amigos en el camino de la poesía, a través de dedicatorias y anécdotas; tristes, en cambio, las verdades de lo íntimo y cotidiano («Los amantes discuten / con los pájaros, / pero tú y yo nunca hablamos»). El contraste es, pues, un recurso que atraviesa todo el texto hasta esa tercera sección más amarga en la que la vida, su vida, apenas alcanza un aprobado; en la que su voz se hace queja, o reproche, o filo que corta, y cuya escritura, frente a los poemas breves anteriores, se desborda en algún fragmento de prosa poética (no dejen de leer el poema de título cernudiano «Si pudiera decir lo que amo», dedicado a Iván Onia) o en pintura de una anécdota dolorosa.
Solo echo en falta quizás un poema de cierre más potente, o un halo de esperanza. Algo que me haga pensar que el barbecho a que se somete la escritura es una pausa breve de la que muy pronto brotarán más frutos. Que muy pronto volveré a escuchar el viento en los trigales, entre los terrones y surcos que aún le quedan a Lorenzo Ortega por trazar.
LORENZO ORTEGA
Barbecho
Ediciones en Huida
2022