El acusado (2021), de Yvan Attal – Crítica
Por José Luis Muñoz.
Las violaciones dejan un rastro profundo dentro del séptimo arte, como lo dejan en la sociedad muy sensibilizada con ese tema. A bote pronto me vienen a la cabeza Acusados, en donde Jodie Foster era violentada en un tugurio de mala muerte por unos patanes; Perros de paja, de Sam Peckinpah, que terminaba con una matanza de los agresores a manos de la escopeta de dos cañones de Dustin Hoffman haciendo justicia rápida sin procesos judiciales; o Irreversible, la más terrible de ellas, del provocativo Gaspar Noé, que nos hacía sufrir con esa violación en tiempo real de Mónica Belluci en un paso subterráneo y antes nos había hecho asistir a una venganza espantosa. Pero la película El acusado, de Yvan Attal (Tel Aviv, 1965), un realizador judío que también tiene nacionalidad francesa y hemos visto como actor en alguna película de empaque como la excelente Munich de Steven Spielberg, no va por los derroteros de las arriba mencionadas sino que se acerca más a Rashomon de Akira Kurosawa, o al western en blanco y negro que rodara Martín Ritt, Cuatro confesiones, que era una versión de la anterior con un reparto estelar encabezado por Paul Newman, Laurence Harvey y Claire Bloom, o a esa extraordinaria película filmada por el proteico Ridley Scott llamada El último duelo. Las tres películas planteaban dilemas sobre la violación y cómo es esta percibida por la presunta víctima y el presunto delincuente, extendiendo la duda de si realmente lo que sucedió en una intimidad sin testigos ha sido una relación forzada o no, algo que está de plena actualidad. Así es que Yvan Attal se mete en un jardín espinoso en estos tiempos que corren.
Alexandre Farel (Ben Attal, hijo del realizador y de Charlotte Gainsbourg, con lo que todo queda en familia) es un joven francés perteneciente a la elite social que cursa estudios en Estados Unidos y regresa a Francia para ver a sus padres, el prestigioso periodista Jean Farel (Pierre Arditi) y su madre Claire Farel (Charlotte Gainsbourg), brillante ensayista que ha rehecho su vida con Adam Wizman (Mathieu Kassovitz), un judío francés abierto que ha abandonado a su esposa ortodoxa por ella. Lo que ocurre entre Alexandre y la hija de la nueva pareja de su madre, Mila (Suzanne Jouanet), en una fiesta loca en donde corre el alcohol y la droga, constituye el meollo del film aunque la escena crucial en sí jamás es mostrada y debemos atenernos a las versiones que se dan de ella. Alexandre es detenido, acusado de violación y juzgado, pero ¿ha sido una violación lo que ha sucedido en ese cobertizo a la que ella ha acudido por su propia voluntad o bien se ha tratado de una relación consentida que no ha sido satisfactoria para ella porque esperaba algo más que mero sexo y se ha sentido utilizada y hasta humillada por el comportamiento de él? Las versiones de la presunta víctima y su presunto atacante son tan contrapuestas como creíbles, y, además, se evidencia una larvada lucha de clases entre los aristocráticos e intelectuales Farel y los Wizman, judíos pobres, y los principios morales de Valérie Berdah (Audrey Dana), la madre ortodoxa de la víctima que escucha escandalizada los detalles de esa noche por parte de su hija. Alexandre es un joven pijo y consentido, y Mila está completamente descolocada en un ambiente ajeno a su clase social.
Yvan Attal lidia con un film coral y no deja a ninguno de sus personajes en el olvido porque todos tienen un papel importante en la historia y a través de ellos construye su entorno familiar y social y la propia narración, fragmentándola para hacerla más atractiva. La joven y atractiva becaria Quitterie (Camille Razat) seduce al septuagenario Jean Farel (una escena de amor tórrida en la habitación del hotel en donde la piel tersa de una contrasta con la arrugada del otro) para tener un hijo de él. Yasmine Vasseur (Laëtitia Eido), favorecida en su carrera política por Jean Farel, declara a favor de Alexandre a pesar de haber sufrido acoso por su parte cuando decidió terminar con su relación. El abogado de oficio (Benjamín Lavernhe), que prefiere el acusado al prestigioso que le ofrece su padre, consigue con su elocuencia y un discurso en el que remarca que la justicia y su cumplimiento deben estar por encima de los discursos ideológicos, sembrar dudas razonables en el jurado. La pareja formada por Claire y Adam se resquebraja por esa presunta violación del hijo de la primera a la hija del segundo. Claire se resiste a aceptar que su hijo sea un violador: es suficientemente atractivo para no serlo, llega a decir, y su padre, que cree a ciegas en su inocencia, explota cuando la joven Quitterie le pregunta cuál sería su actitud si la víctima fuera su hija: Lo mataría.
Con una estructura narrativa perfecta, y sin que decaiga en ningún momento el interés por lo que sucede en pantalla, Yvan Attal se mete de lleno en el terreno del cine judicial, tan querido del norteamericano como poco explotado por el europeo, con esa parte final centrada en el proceso, larga y minuciosa, y lanza, a su manera, un órdago contra el feminismo radical y su beligerancia en la guerra de sexos, y contra la doctrina de lo políticamente correcto cuando el abogado de la acusación Rozenberg (Franz-Rudolf Lang) acusa a Alexandre de leer a George Bataille.
Un jardín espinoso, como digo al principio, en el que se ha metido Yvan Attal, del que sale sin pincharse. Un film tan inteligente en su fondo como en su impecable aspecto formal que no queda lastrado por esas más de dos horas de duración.