Amores juveniles desclasificados en la novela de Mariana Enriquez, «Bajar es lo peor»
Horacio Otheguy Riveira.
La noche les atrapa con droga, sexo de alquiler y del que no se cobra porque en él deambulan unos amores inquietantes. Con vigorosos personajes secundarios detrás, los protagonistas: son dos chicos de unos 20 y una chica de 18. Los dos varones son capaces de amarla a ratos, pero tienden más a buscarse entre ellos. Facundo, «el más hermoso hijo de puta que he conocido en mi vida», según dicen todos y todas, y él cumple como un puto eficaz con cualquiera, según vengan, sin otra que entregarse en plenitud corporal, otra cosa es lo emocional, siempre oculto, misterioso. Nerval es su amante preferido que hasta conocer a Facundo solo se había acostado con mujeres. Y Carolina le ama más que a nadie, pero también le gusta mucho el segundo. Forman un triángulo auspiciado por la angustia y una oleada macabra que nace en Nerval ya en las primeras páginas (con «Ella», monstruosa, pura lujuria, y el hombre de huecos en lugar de ojos…), pero luego se expande el terror hasta alcanzar también al hombre hermoso que negocia con su cuerpo eficazmente, pero no puede dormir porque las pesadillas son terribles…
Una novela escrita con 21 años. Hoy la autora tiene ya carrera periodística en el diario Página12 de Argentina, en cuya capital de Buenos Aires transcurre Bajar es lo peor. También tiene arraigo como escritora atraída por la muerte (recorrió cementerios por bastante mundo) y el vértigo de lo inaprensible. En estas páginas se mete sin tapujos «entre las piernas de las pesadillas» como sus propios personajes, se documenta y crea una ficción poderosamente atractiva, se interesa por los vértigos masculinos de compraventa de sus cuerpos, y nos hace interesar por el amor y el negocio entre hombres en la noche de la gran ciudad, que en realidad puede ser cualquiera en cualquier parte del planeta. Y entre drogas y erecciones múltiples, se entromete una chica perdida entre sus deseos sexuales y un único amor que la eleve de la mediocridad generalizada. Todo avanza hasta formar un cóctel explosivo que acabará estallando entre la vida y la muerte, el cielo y el infierno.
«1
Amanecía. La humedad y el calor pegaban las sábanas a la espalda de Narval, que se desperezó y se asomó por la ventana. Los barcos inmóviles estaban iluminados fantasmagóricamente por las primeras luces del sol; la habitación también empezaba a aclararse: la cama revuelta, el lavatorio sucio en un rincón, la jeringa y la cuchara tiradas en el piso. Narval no conocía el lugar; ni siquiera podía recordar cómo había terminado ahí. Recorrió la pieza con la mirada. Nada por ningún lado, salvo una mugre colosal.
– Con quién habré estado anoche –se dijo en voz baja, aunque lo sabía y trataba de sacarse la idea de la cabeza, fingir que lo había olvidado. Se frotó los antebrazos con las manos; tenía frío y estaba mareado.
Se puso la campera y comenzó a bajar. Había dormido vestido, incluso llevaba puestas las botas.
Caminó por el puerto, las botas chasqueando contra el empedrado. Se sentó con las piernas colgando hacia el agua. El olor del Riachuelo era casi insoportable, pero Narval se acostumbró enseguida y se quedó mirando los retorcidos hierros del puente hundidos en el agua negra. En realidad, estaban bastante derechos, pero la sensación que daba mirarlos era de hierros retorcidos. El chasquido del agua sucia golpeando contra el monstruo de metal negro le ponía la piel de gallina, lo mismo que la grasa pegoteada, como si el Riachuelo fuera algo vivo, viscoso y oscuro que no quería emerger y besaba los barcos y el puente.
Los barcos. Para él, los barcos nunca zarpaban, siempre estaban inmóviles, muertos, abandonados. Fantasmas gigantes, rodeados por la niebla del amanecer, una niebla que hacía que las cosas se vieran como a través de un vidrio empañado.
Se tanteó el pecho y la camisa buscando cigarrillos. Encendió uno: la ceniza cayó en el agua aceitosa, flotó un instante y se hundió. Como no soplaba ni una brisa, podía hacer esos anillos de humo en los que era experto. Una chupada, una seguidilla de anillos perfectos, otra chupada y un anillo grande y otro chiquito que se metía dentro del primero. Asqueado, tiró el cigarrillo por la mitad. Tenía la boca pastosa de nicotina y el estómago revuelto por no comer.
Iba a hacer calor otra vez; el sol empezaba a quemarle los ojos, y aunque Narval odiaba eso, nunca podía conservar un par de anteojos negros, siempre los perdía. Dio vuelta los bolsillos para buscar algo de plata. Encontró unas monedas y una papela. La idea era iniciar el día con un vino y un pico.
Empezó a caminar y, aunque a la cuadra se dio cuenta de que le dolía demasiado todo el cuerpo, decidió seguir. En un kiosco abierto las veinticuatro horas compró un vino y con el vuelto se preparó para esperar el colectivo, odiando el amanecer casi tanto como la resaca que tenía encima.
Un viaje interminable y el pánico de haber perdido las llaves que, después de cuadras y cuadras de revolver los bolsillos, aparecieron en el de atrás.
El olor de su departamento se estaba volviendo insoportable y, además, tenía que cambiarse los pantalones de una buena vez.
Siempre es tan complicado picarse solo, pensó Narval, frunciendo la nariz ante el intenso olor a fritura que llegaba desde la calle y le daba arcadas. Sintió un sabor amargo en el fondo de la boca y aguantó las ganas de vomitar; siempre es tan complicado picarse borracho, pensó. La cucharita le temblaba en la mano, la impaciencia no le dejaba cargar la jeringa. Rió satisfecho cuando lo logró.
El dolor de la aguja hundiéndose en el brazo amoratado y una presión en el vientre. Las manos temblando, los labios pálidos mordidos hasta enrojecer. Una gota de sangre en los vaqueros y un martillazo en la nuca, el cerebro cargado de azul electricidad, el zumbido en los oídos.
Cerró los ojos.
Y el miedo a mandar de más y ganar. La muerte tirando de la oreja, el corazón latiendo enloquecido.
– La última vez –murmuró–. Respirar hondo y tranquilizar el corazón y dejarse llevar. Ya llegamos.
Se estiró hasta el grabador y descubrió que no andaba. Era inútil: estaba roto desde hacía tiempo y nunca se acordaba hasta que quería escuchar música. Puteando en voz baja, cerró la puerta con llave y bajó las escaleras. No podía quedarse ahí de ninguna manera.
Pasó horas caminando por cualquier lado, sin poder parar. Las luces se le aproximaban flotando misteriosamente, la calle se transformaba en un caleidoscopio rojo, amarillo y verde. No era tan terrible que la calle se convirtiera en un semáforo giratorio gigante. Había cosas peores. Era peor que aparecieran los que lo seguían, por ejemplo. Narval los había bautizado Ella y los Otros, para ponerles un nombre. No sabía de dónde habían salido ni por qué estaban detrás de él: una tarde, la ciudad se había vuelto negra, como si de golpe se hubiera hecho de noche, y Ellos habían aparecido entre la gente y lo habían perseguido y le habían mostrado cosas horrendas. Ellos tres: una mujer espantosa, un hombre sin ojos y otro con arañas recorriéndole el cuerpo. Podían salir de cualquier lado; una persona podía darse vuelta y ser uno de Ellos, podían salir de una puerta, podían hacer cualquier cosa. Nadie parecía verlos, salvo Narval. O, a lo mejor, la gente hace como que no se da cuenta de que Ellos están ahí. Nunca se sabe, pensaba Narval.
También podía pasar que la calle se convirtiera en un lodazal del que emergían manos que querían tirarlo hacia abajo. También podían aparecer hombres desnudos y malolientes que le tiraban cachos de carne desde los árboles. Y ahí te quiero ver, sonrió Narval, ahí te quiero ver, cuando hay que caminar derechito como si nada pasase, cuando hay que evitar correr y aullar para que la gente no se dé cuenta. Porque, si alguien se da cuenta, derechito al loquero.
Se apoyó en un palo de luz y vomitó. Pensó en quedarse tirado en un umbral, pero siguió caminando. Aunque era inútil tratar de mantenerse en pie con tanta gente esquivándolo y empujándolo. La gente no era más que una molestia. Pero, cuando la noche llegaba en pleno día y los traía a Ellos, la gente podía serle útil: una bocina, un roce, una risa podían hacer que Ellos se fueran y devolverlo a los semáforos, los autos, el ruido, Buenos Aires. No siempre, claro. Y, últimamente, no por demasiado tiempo.
Un empujón lo hizo tambalear tanto que tuvo que sentarse en el cordón de la vereda. La humedad era cada vez más pegajosa. Los autos pasaban con ruido a lluvia y le movían el sucio pelo rubio que le caía sobre la cara.
[…] Miró hacia atrás y vio la Torre de los Ingleses. Delante de él, los autos se aproximaban furiosamente por la avenida. Estuvo un buen rato parado en la esquina esperando el momento de cruzar. Los autos siempre parecían estar demasiado cerca o demasiado lejos y ya había tenido malas experiencias por cruzar sin mirar. Por eso enfiló hacia Florida, rogando no cruzarse con ningún mutiladito guitarrero. Hacía tanto calor… Los cuerpos sudorosos y apurados lo rozaban. Dos manos mugrientas le ofrecieron una caja de maní con chocolate.
En Corrientes decidió tomar el subte, evitando a una mendiga boliviana que le extendía la mano sentada en las escaleras. Las botas repiquetearon contra los escalones. El calor abombante, la atmósfera enrarecida por el encierro. No había nadie en el andén, cosa bastante rara. No sabía qué hora era, pero siempre había alguien en los subterráneos. En cuclillas, con la espalda contra la pared, pensó que era ridículo nunca tener plata pero siempre encontrar cospeles de subte en el fondo de algún bolsillo. Suspiró: se hacía muy difícil respirar normalmente en ese encierro. Hizo crujir su cuello contracturado y cerró los ojos.
Y entonces sintió esa sensación extraña, que empezaba en el fondo de las tripas y se iba a la cabeza como un lento latigazo. Las sienes empezaban a bullir y latir, como si algo quisiera estallar, como si algo luchara por salir, y por un momento quedó casi ciego, con infinidad de puntitos negros bailando enloquecidos ante sus ojos. Después, inconfundible, el escalofrío. Aterrado, pero no sorprendido, oyó los pasos inseguros, los pies arrastrándose.
– Ella otra vez no –dijo, en voz baja…»
*** *** ***
«… Ella se arrastró en cuatro patas y le bajó los pantalones. Una mano le recorría los hombros; una mano que al rato se transformó en una araña. Sintió que se le revolvía el estómago porque estaba disfrutando con un placer delirante. La boca de Ella no tenía dientes y sintió que un viejo desdentado tenía su pija en la boca. Le pareció que Ella sonreía, si podía sonreír, mientras chupaba. Narval tuvo náuseas, y gritó y gritó, y escuchó cómo el enloquecedor eco de sus aullidos rebotaba en las paredes abovedadas del subterráneo».
Hoy Mariana Enriquez ya tiene 49 años, por eso escribe al principio del libro una Nota para esta edición que recomiendo se lea al terminar la novela, pues aporta información que es mejor conocer leyendo su novela escrita con 21 años. Conviene navegar libremente en este sumergible del amor, el deseo y las drogas por parte de jóvenes de familias rotas que ansían un gramo de esperanza, pero le tienen tanto miedo que acaban siendo devorados por una especie de vampirismo sin vampiros ni icónicos personajes de la literatura y el cine: conforman un submundo hecho de dolor, soledad y por tanto, desesperación.