Cien poetas en Kioto
Por Antonio Costa Gómez.
Iba por las colinas del Oeste siguiendo los riachuelos entre la espesura que iban a dar al río Kamo. Todo estaba deliciosamente fuera de cualquier programa y cualquier fórmula. Caminaba sintiendo mis pasos del Palacio del Shogun que ordenó poner suelos de madera para escuchar a cualquiera que se acercase. Recordaba a Kawabata y su novela Kioto con un hombre que se enamoraba de una mujer porque se parecía a otra mujer que a su vez recordaba un dibujo. Practicaba zen en el jardín de piedras de Rioanji. Avanzaba por el estrecho callejón Pontocho donde los locales con sus banderas de caligrafía me intensificaban como en un sueño. Caminaba por Gion y me cruzaba con las geishas que daban pasitos con sus kimonos. Fui a un espectáculo donde resumían la cultura japonesa para turistas y un americano me sacó de la exquisitez con su puto móvil. Por las tardes en el hotel de la calle Kawaramachi veía videos de sumo en la televisión y me inventaba fantasías eróticas.
Y recordé que en Kioto el poeta Teika reunió a los mejores poetas de la época Heian en la antología Cien poetas, cien poemas, que tradujo José María Bermejo en Hiperion. Vivía en el Pabellón de la Lluvia de Otoño y le ayudó su hijo a escoger los poemas. Escogió a Ono no Komachi, que exigió a un enamorado que la esperara bajo la nieve durante cien noches y se murió en la última, y al final de su vida escribió: “El color de las flores / se va desvaneciendo, / así pasa mi vida vanamente”. Todo son instantes visionarios y el delicioso vértigo de la Naturaleza. Escogió a Yukihira: “Nos dijimos adiós / pero si yo escuchase el rumor de los pinos / sobre la cima del Inaba / sé que inmediatamente/ volvería a tu lado”. Escogió a Ki No Tomonori: “¿Por qué las flores nuevas del cerezo / se dispersan como agitados pensamientos?”. Es la gracia de las palabras, el vacío y la plenitud de que hablaba François Cheng.
¡Qué suerte poder evocar en Kioto a los Cien poetas, cien poemas! Pero no te olvides de Teresa Herrero, que es con quien tradujo Bermejo el libro.
How fortunate you are to have Kyoto inspire a collection of one hundred poems. Yet, we must not overlook the contributions of Teresa Herrero, who worked alongside Bermejo in the translation of the book.