Ayala, Vila-Matas y El hechizado

FRANCISCO CERVILLA.

Una agradable y en este momento entrañable, y hasta nostálgica, tarde de primavera subía por la calle Felipe IV de Madrid, por la acera donde la vía pierde sus límites en un terraplén que la abre a un espacio único y la convierte en un mirador sobre el Museo del Prado, a la vez que asciende hacia el Casón del Buen Retiro, la Academia de la Lengua y los Jerónimos. De eso hace los años suficientes como para no hacer las cuentas.

Subía, pues, por una tranquila Felipe IV cuando vi venir hacia mí, sin que se le notara el peso de los muchos años que ya tenía, a Francisco Ayala, con un caminar de paseante sosegado, acompasado con la adorable tarde primaveral y la serenidad del entorno, cerradas ya las bulliciosas taquillas del Museo. 

Con esa tendencia que tenemos de crear un mínimo relato a lo que nos acontece, supuse que iría desde la sede de la RAE hasta su casa, en la cercana calle del Marqués de Cubas, al otro lado del Paseo del Prado. Aminoré mi marcha para poder verlo mejor e intentar alargar un poco el instante en que iba a cruzarme con él.

Era como ir al encuentro de un viejo amigo escritor al que hacía mucho tiempo que no veías, en cuyos escritos siempre encontrabas algo que te era propio y que, por sorpresa y sin él mismo saberlo, te lo daba. Eso sucedía cuando con el misterio de su escritura lograba tocar algo del -así lo definía- “secreto viviente” que es el hombre. 

Casi tan fortuito como ese encuentro fue también la forma en que comencé a leerlo. Durante unas vacaciones, agotadas las lecturas, en la librería del lugar encontré un ejemplar de su libro Los usurpadores, un conjunto de relatos sobre el poder que es un texto de referencia.

En esta ocasión, muchos años después, en verano y en el mismo lugar, el recuerdo de Ayala, avivado por una conversación, me hace echar de menos mi ejemplar de Los usurpadores, en cuyo prólogo el mismo autor, que ejerce de prologuista apócrifo, hace una potente afirmación: “El poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación”.

Aquella agradable tarde de primavera le hubiera dicho a D. Francisco Ayala que semejante frase me impactó y me atrapó en la lectura de Los usurpadores, que años atrás, el libro, lo había encontrado por casualidad un día de verano, en la librería Contreras de Almuñécar, la misma Almuñécar que menciona en su relato La cabeza del cordero, y que lo elegí por exclusión de los otros libros que allí había expuestos, y que esa contingencia me abrió un mundo de lectura y de ficción, que él había creado y que yo hasta aquel momento desconocía pero del que ya me había apropiado, y que durante años no pude dejar de leer.

Y le hubiera dicho igualmente que llegué a tomarle gran afecto por lo que pude entrever de su trayectoria personal en el mundo que le tocó vivir, su capacidad de adaptación, y sobre todo la ausencia de rencor, de nostalgia, y su forma de afrontar el exilio, ese del que nunca se vuelve del todo, la dignidad con que se hizo cargo de su destino sin ceder en su deseo, o imponiendo su suerte como diría Vila-Matas, manteniendo su posición ética inseparable de su estética de la existencia, asomándose al vacío e impregnándose de lo que en aquella situación era la experiencia extranjera, como si en algún momento de su expatriación hubiese “doblado el cabo de las lágrimas”, como escribiera G. Simenon, lo que pasaba por aceptar las duras pérdidas, o las usurpaciones, que sufrió: país, familia, amigos, casa, biblioteca, cátedra…

Así pues, me crucé con Francisco Ayala durante un instante fugaz mientras subía por Felipe IV una agradable tarde de primavera, y continué mi camino hacia el Retiro, con la sensación de haber dejado marchar a un viejo amigo al que hacía tiempo que no veía.

Pero la tarde siguió dando sorpresas. Al pararme en el semáforo de Alfonso XII vi enfrente, preparado para cruzar también, a Enrique Vila-Matas. No pude iniciar la misma operación que con Ayala, atravesar la calle no daba para mucho. Estaba pensando en esto y cuando quise darme cuenta ya estábamos cada uno al otro lado de la calle, y al volverme para mirar Vila-Matas había desaparecido en un breve segundo, brevísimo, como su literatura portátil. De pronto ya no estaba allí. En un santiamén se había desvanecido entre la gente que cruzaba. Lo cual no es extraño en un creador de ausencias, amante del vacío, apasionado de la desaparición. Ni siquiera tuve tiempo de intentar darle un contexto a su presencia: ¿De dónde venía? ¿Hacia dónde iba?

Me pasa el fenómeno inverso con su literatura: cuando lo leo el que desaparece soy yo. Y aunque la experiencia no está nada mal, terminas por buscar algo de ti mismo para no perderte del todo, no vaya a ser que te creas que te llamas Vila-Matas como todo el mundo y luego te sientas un usurpador al usar tu propio nombre, que diría Francisco Ayala.

Así pues, agradable tarde de primavera y también de casualidades. ¿O no? Ayala y Vila-Matas. Tan distintos como tan diferente la experiencia de lectura de los libros de cada uno: del tiempo de la precisión del lenguaje conciso al tiempo del viaje metonímico, invisible, imprevisible, inaprensible.

Pese a su prestigio y a los reconocimientos de que fue objeto y, no obstante, la importancia de su producción literaria y los estudios e investigaciones que se le han dedicado, siempre tuve la impresión de que la obra de Ayala era, injustamente, poco conocida y poco citada fuera del mundo académico.

Por eso, al leer Exploradores del abismo me alegró mucho encontrar el texto titulado Vacío de poder, un acertado homenaje a Ayala a la vez que discurso de agradecimiento de Vila-Matas por el Premio que le concedió la Real Academia Española por su novela Dr. Pasavento, en un acto en el que la RAE, simultáneamente, rendía homenaje a Francisco Ayala, allí presente, por el centenario de su nacimiento.

En este texto el escritor barcelonés comenta El Hechizado, uno de los primeros relatos escritos para el conjunto de Los usurpadores, dedicado a la figura histórica de Carlos II. Sobre el mismo, Borges llegó a decir que es “uno de los cuentos más memorables de las literaturas hispánicas”.

En el libro, Ayala, sitúa en el centro del poder -administrativo, político, económico o religioso- un armazón vacío recubierto frecuentemente por una ausencia -la de la inteligencia y la honestidad- o por una presencia –la enajenación-, que es otra forma de ausencia

En El Hechizado el Indio González Lobo, súbdito de las posesiones de ultramar de la Corona española, seducido por el poder que encarna el rey de España, quiere conocer la Corte imperial y llegar hasta el rey mismo, y para ello emprende un largo viaje desde la cordillera andina hasta el corazón del imperio. 

En la para mí portentosa escena inicial, González Lobo se despide de su madre. “Vemos las dos figuras destacándose contra el cielo, sobre un paisaje de cumbres andinas, en la hora del amanecer… Madre e hijo caminan sin hablarse, el uno junto al otro…No hay explicaciones, ni lágrimas”, escribe Ayala. A partir de un momento dado el indio continúa, en soledad, el descenso por las lejanas “sendas cordilleranas”.

Al finalizar la lectura del relato, frente al caos, la decadencia y envilecimiento con los que se encuentra González Lobo en las capitales del imperio, llama la atención esa madre silenciosa, de efímera presencia, que acompaña a su hijo durante una corta parte del trayecto hasta que lo ve marchar para no volver a verlo nunca más. 

Sólida y callada aparición, sin demanda, sin queja, en su silencio se intuye un hondo sufrimiento: el de la separación. Se abstiene de usar su poder sobre el hijo para impedir su partida, dejándolo marchar con su anhelo, sin intentar usurparle su recorrido vital.   

Constituye el reverso de la historia que hemos terminado de leer. Solamente al final adquiere sentido el principio. La posición ética, sencilla, de una humanidad fresca, frente a la degradación y declive de un Estado, sede de un poder fosilizado.

Tras su dilatado viaje y una vez en la Corte de los Austria, González Lobo logra mediante sobornos que le abra la puerta de la cámara del rey una grotesca figura y -cito a Vila-Matas leyendo a Ayala ante Ayala en la sede de la RAE- “allí ve sentado en su trono, a un triste hechizado imbécil, un tiparraco con un encaje de Malinas humedecido por las babas infatigables que fluyen de sus labios y con unos ropajes que, debido a la incontinencia que le aqueja, despiden un fuerte, insoportable hedor a orines.

Allí, en el núcleo puro y duro del hueco imperio, termina el sueño y el viaje del súbdito andino, sin duda con la imborrable revelación de que todo estado es una pura apariencia y ficción que responde a una estructura falsa, armada en torno a un centro abismalmente ausente.”

Igual que la terrible Nada que metaforiza el gesto indolente de la mano del rey cuando el protagonista está a punto de besarla y le es retirada al interponerse un mono que distrae la escasa atención del monarca.

El indio llega hasta las entrañas del poder y descubre una realidad estremecedora, falsa y pérfida, bajo las máscaras de la más desmedida vulgaridad: las figuras palaciegas del placer para el divertimento de los cortesanos, lo secos burócratas, pequeños tiranos según la escala de la jerarquía que ocuparan a la par que dotados de una mezquina servidumbre con sus poderosos señores. Hechizados en su afán por estar lo más cerca posible del centro del poder. Parecería que hablamos de otra época, pero se trata también de la nuestra.

Tal como hoy.

“El poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación”, escribía el prologuista Ayala.

¿Pero qué quería decir Ayala respecto al poder que yo no terminaba de comprender, puesto que la autoridad se ejerce? La clave me la dio el psicoanálisis y la figura de la madre de González Lobo: cuando un sujeto representa el lugar de la autoridad se halla sometido a la ley de la que él mismo es representante. Y cuando ese sujeto, para su propio beneficio, se considera una excepción respecto a esa ley para infringirla, adquiere para mí todo su valor la frase de Ayala: ese sujeto se convierte en un usurpador.

Así pues, irrepetible y sorprendente tarde de primavera, y tranquilo paseo subiendo por la calle Felipe IV, dedicada precisamente al padre de Carlos II El Hechizado.

Qué casualidad ¿No?

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