«La sirvienta y el luchador», de Horacio Castellanos Moya

Horacio Otheguy Riveira.

Una envolvente narración se introduce en la cotidianidad de una ciudad en peligro, en el panorama angustioso de la represión en El Salvador, y lo hace a través de una historia de gran intimismo que refleja muchas constantes de la difícil supervivencia en Hispanoamérica. La situación histórica sirve de puente para expresar emociones y peculiaridades de personajes complejos en medio de la guerra civil que asoló el país centroamericano desde 1979 hasta 1992 y que obligó al propio autor a exiliarse en diversos países.

La riqueza testimonial de la novela rinde tributo a un minucioso recorrido de narración ceremonial desde lo cotidiano, permitiendo de ese modo que el horror de la violencia desmedida dentro de la ciudad sin estallidos de guerra propiamente dicha, se introduzca en la paz del lector, confortable observador de un horror generado por un implacable terrorismo de estado. La novela, inscrita en las constantes de un tiempo y un lugar históricamente determinados, entra de lleno en el lugar más doloroso posible, hoy muy extendido en numerosos países bajo una tensión insoportable de diferente signo, pero que atañe, como a los personajes de La sirvienta y el luchador, a la gente que vive, piensa y padece innumerables injusticias.

Óleo de Yanick Fournié. Todas las ilustraciones son seleccionadas por el autor de este reportaje. Salvo la de portada, ninguna forma parte de la edición de la novela.

El Vikingo, un viejo ex luchador profesional metido a policía necesita demostrar a sus superiores que no ha perdido facultades, que sigue siendo un tipo duro capaz de cumplir todos los encargos, léase detenciones, secuestros, torturas, asesinatos. Así, le seguimos con otros compañeros cuando sale con la misión de llevar a los calabozos del Palacio Negro a unos jóvenes sospechosos de subversión. Al día siguiente, María Elena, sirvienta leal de una familia de izquierdas, acude a servir por primera vez a casa del nieto recién casado de su antiguo patrón, y se encuentra con que no hay nadie para recibirla. Tras preguntar a los vecinos y recibir llamadas cada vez más alarmadas de la familia, la mujer intuye que la desaparición de Albertico y Brita encubre algo muy grave. De manera que no duda en buscar la ayuda del Vikingo, que en tiempos trabajó vigilando a su patrón y siempre la anduvo cortejando sin suerte. En sus inocentes pesquisas, María Elena presencia salvajes detenciones y es testigo de los altercados de grupos subversivos, entre cuyos encapuchados reconoce fugazmente a alguien familiar. Su preocupación se tornará angustia en cuanto se pregunte también por el paradero de su hija y de su nieto…

El comienzo de la novela entra de lleno en una rutina cargada de malos presagios. Presentación de un inquietante recorrido, ya desde el tortuoso placer del Vikingo al constatar que esté hirviendo el caldo que le sirven. Hirviendo, como a él le gusta:

«La gorda Rita trae en una mano el plato con caldo de pollo, arroz y verduras cocidas; en la otra, el manojo
de tortillas. Los pone sobre la mesa.

El Vikingo ya tiene la cuchara empuñada. Se apresura a probarlo, para constatar si está hirviendo, como a él le gusta. El caldo le quema el paladar, el esófago, las tripas, o lo que queda de ellas. Es lo único que come, cada mediodía.

La Gorda le ha dado la espalda.

-¿Y el fresco? -reclama el Vikingo, mirando de reojo hacia la puerta de entrada.

-Qué jodés -dice la Gorda, sin voltearse. Y luego grita-: ¡Marilú, traele un vaso de fresco al Vikingo!

Del televisor, empotrado en la alacena, sale una voz de mujer que anuncia un champú.

-Casi no tiene pollo esta mierda -se queja el Vikingo, hurgando con la cuchara en el plato.

La Gorda está recogiendo los trastos sucios de la mesa de los macheteros.

-Qué jode este Vikingo -repite.

Los tres macheteros echan una ojeada al Vikingo; pelan sus dientes podridos. Luego voltean hacia el televisor.

Qué me ven estos cabrones, se dice el Vikingo, molesto. No tienen idea de quién fue él, nunca lo vieron fajarse en lucha libre de las de su tiempo, lo consideran un viejo detective enfermo. Campesinos de mierda.

Marilú sale de la cocina con el vaso de fresco.

Los tres macheteros voltean en el acto. No le despegan la mirada de las piernas y el trasero.

-A la puta con ustedes, no puede aparecer la niña porque casi se le tiran encima -se queja la Gorda.

-La niña -masculla el Vikingo con burla-. ¿De qué es el fresco, mi amor? -le pregunta.

-De melón -dice Marilú, con su vestido de organdí.

Los tres macheteros pelan de nuevo sus dientes podridos, sin quitarle la vista del trasero a Marilú hasta
que ésta vuelve a la cocina.

-Sí, es una niña -dice la Gorda, indignada.

Los macheteros se han puesto de pie; toman sus sombreros de palma.

-Y ese gran culo entonces, ¿se lo han prestado? -comenta el Vikingo.

El machetero alto se acomoda los cojones; apenas sonríe.

-Paguen, que ya me deben semana y media de almuerzos -reclama la Gorda.

-El viernes -escupe el machetero gordo.

Y cruzan entre las mesas hacia la puerta de la calle.

-Hijos de la gran puta -masculla la Gorda antes de entrar a la cocina.

El Vikingo se ha quedado solo en el comedor. Así le gusta, por eso viene de último, cuando ya todos han
comido y han regresado al Palacio Negro.

-Se te ve bien jodido, Vikingo -grita la Gorda desde la cocina.

Sí, está muy mal, quizá muriéndose, pero desde cuándo le importa a ella.

Y sigue sorbiendo, a cucharadas, lenta, ruidosamente, que mientras esté tragando le irá bien. Los retortijones pueden venir después, cuando salga a la calle o cuando llegue al Palacio Negro.

-¿Querés más tortillas? -pregunta la Gorda desde el umbral.

-Ese gordo es rencoroso, no lo retés -le advierte el Vikingo.

-Que paguen. No les tengo miedo -dice la Gorda. Y le tira dos tortillas sobre la mesa.

Porque no los ha visto destazando… Hacen cantar al más valiente tras el primer tajo.

-De verás, Vikingo, ¿has ido al hospital? -pregunta la Gorda. Jala una silla para sentarse-. Estás cadavérico,
cada vez más flaco, pálido como la muerte -dice.

Y luego grita-: ¡Marilú, traeme mi plato para acá!

El Vikingo mastica un pedazo de tortilla. Le faltan un incisivo, un colmillo y casi todas las muelas.

Marilú trae un plato con albóndigas y arroz.

-¿Cuándo me la vas a prestar? -le pregunta el Vikingo a la Gorda, sin quitarle la vista de encima a Marilú-.
Que me vaya a asear la habitación, aquello es un desastre, necesito una niña limpia y ordenada como ella.

-Estás loco -dice la Gorda, restregando la tortilla en el caldo de las albóndigas.

El Vikingo mira ahora con descaro el trasero de Marilú que regresa a la cocina; la Gorda le espanta la
mirada con la mano, como si fuese otra mosca.

-Viejo cochino, te debería dar vergüenza -dice-. Cualquier día te encontrarán hecho cadáver. Y ya ni se te ha de parar esa tu cosa -agrega, señalándole la entrepierna con un gesto de la boca.

-¿Querés probar? -pregunta el Vikingo.

La Gorda lo ignora; mastica, ruidosa, sin cerrar la boca.

-¡Marilú! -grita-, apagá esa televisión que ya no hay noticias.

El Vikingo hace a un lado el plato vacío; bebe el vaso de fresco. Luego eructa y se limpia la boca con el dorso de la mano.

-De veras, te ves mal -repite la Gorda-. Deberías ir al hospital.

-Para hospitales estoy yo… -dice el Vikingo-. Ni cuando casi me quiebra la nuca el Black Demon, y hubo que suspender la lucha, dejé que me llevaran a un hospital. Menos ahora.

-No seás necio. Ya no sos el luchador de hace cuarenta años. Todo el mundo comenta que se te ve la
muerte en la cara.

-Aquí todos tenemos la muerte en la cara.

Saca del bolsillo de la camisa la cajetilla de cigarrillos.

-Pero vos estás más muerto que vivo.

-Porque soy el más viejo -dice-. Conseguime cerillos.

-¡Marilú, que apagués el televisor te ordené, que estás sorda, muchacha! -grita la Gorda-. Y traele unos
cerillos al Vikingo.

Sufre un amago de contracción en el estómago. Le gustaría vomitarle en el plato a la Gorda.

Marilú le entrega los cerillos. El Vikingo le toma la mano.

-Te venís conmigo, mi amor, para que me arreglés la habitación y te doy unos centavitos -le propone.

-¡Soltala, abusivo! -exclama la Gorda, y empuja a Marilú a un lado. Sufre un acceso de tos.

-Te vas a atragantar -le advierte el Vikingo mientras enciende el cigarrillo. Y le pedirá al machetero gordo
que la destace para venderla como carne para picadillo y con la niña se quedará él.

Le echa el humo en la cara a la Gorda.

-Echá más humo -pide ella-, que hay mucha mosca.

-Que soy tu cholero, mamacita…

-¿Viste al mayor Le Chevalier en el noticiero? -pregunta la Gorda.

-¿Anoche?

-Lo repitieron hoy a mediodía -dice la Gorda-. Qué huevotes tiene el hombre, cuadriculados. Se les
lanzó al cuello a los curas, denunció con nombre y apellido a cada uno de los comunistas, comenzando
por el tal monseñor. Deben de estar cagados de miedo.

-Nunca vamos a acabar con tanto hijueputa -murmura el Vikingo, pensativo, exhalando la humareda.

Tira la colilla al piso de cemento; la restriega con la suela de la bota.

Sí, debería ir al hospital, pero a qué horas, con tanto trabajo, con lo alerta que debe permanecer cuando
viene la carga. Y capaz que los doctores lo encierren, ya no lo dejen salir hasta que sea cadáver.

-Vos deberías retirarte -dice la Gorda-. Ya no estás para estos trotes. ¿No tenés familia o alguien que
te cuide?

-En este oficio nadie se retira.

Saca otro cigarrillo, el último antes de regresar al Palacio Negro. Quisiera una tacita de café, aunque el escozor le haga un huraco en la panza.

-Dame un café -pide.

La Gorda está hurgándose entre las muelas con la uña del meñique.

-Pero vos sí me vas a pagar hoy, ¿verdad?

-El viernes.

-Hijo de puta. Todos ustedes son iguales -le espeta la Gorda antes de gritarle a Marilú que le traiga un
café al Vikingo».

‘El Sumpul’, 1984, un óleo sobre lienzo, de Carlos Cañas, pintado a pocos años de ocurrida una de las masacres durante el conflicto armado salvadoreño en el Río Sumpul. Una obra que ponía en evidencia la barbarie que padecían los más pobres. La obra es propiedad del Museo de Arte de El Salvador, y según Roberto Galicia, su director, es la pieza nacional más valiosa que esta institución posee. (Publicado en El faro, 2016).
Fotografía de Giovanni Palazzo, durante la guerra civil de El Salvador. Parte de sus miles de fotografías fueron cedidas al Museo de la Palabra y la Imagen de San Salvador, capital de país centroamericano.

Extracto de la entrevista realizada a Horacio Castellanos Moya por Doriam Díaz publicada en el diario La Nación de Argentina en 2017, La literatura la escribo desde la infelicidad:

(…) Recuerdo el terror del que fui testigo en San Salvador, durante unos meses en 1980, cuando comenzaba la guerra civil. Pero a mí me tomó exactamente 30 años escribir una novela de eso. Lo viví en 1980 y está reflejado en La sirvienta y el luchador (2011). Los procesos de fermentación, añejamiento, de las experiencias personales y de cómo se convierten en historias nunca están dentro de la voluntad del escritor. Esta voluntad trabaja de distinta manera; de pronto empiezan a asomar, a salir, comienza uno a sentir que esa historia toma forma, que hay personajes que pueden encarnar historias que tienen lugar en esas situaciones.

–La literatura ayuda a exorcizar esos temas que se han ido fermentando en ese pozo…

–Sí, la literatura tiene mucho de exorcismo para el autor, una especie de catarsis porque uno queda libre de algo que le estaba pisando dentro, de algo de lo que uno no tiene mucha conciencia. Hay cosas que son muy evidentes sobre las cuales uno se propone escribir y no lo hace porque quizá son demasiado evidentes. En mi caso funciona mucho lo de que las experiencias se van convirtiendo en historias en el inconsciente.

(…) La literatura la escribo desde la infelicidad. El ser humano tiene momentos de felicidad, de realización y tiene momentos, que son la mayoría, de infelicidad, de insatisfacción, de sufrimiento; entonces, en mi caso, la literatura sale de lo que tiene que ver con el dolor, la inconformidad, la falta de equilibrio y no de esos momentos felices que se viven, pero no me permiten generar historias. Desde ese punto de vista, sí hay una visión pesimista y, en términos generales, se puede decir que yo tengo una visión un poco pesimista del género humano, de lo que pasa en el planeta, y más de lo que pasa en nuestros países y más, más, más de lo que ocurre en El Salvador. Es una visión que expresa una tristeza también, así como una sensación de que no hay salida para esto.
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Horacio Castellanos Moya nació en 1957 en Tegucigalpa, Honduras. Criado en El Salvador, ha vivido en varias ciudades de América y Europa, en particular en la Ciudad de México, donde ejerció el periodismo durante doce años. De 2004 a 2006 residió en Frankfurt como escritor invitado por la Feria Internacional del Libro de esa ciudad. Ha sido escritor invitado en la Universidad de Tokio y actualmente imparte clases en la Universidad de Iowa. Es autor de diez novelas, de las que siete han aparecido en Tusquets Editores, han sido traducidas a varios idiomas y han alcanzado un destacado éxito de crítica internacional: El arma en el hombre, Donde no estén ustedes, Insensatez, El asco, Desmoronamiento, Tirana memoria, Baile con serpientes, La diabla en el espejo, Moronga, Envejece un perro tras los cristales (apuntes de su estancia en Tokio y el estado de Iowa en USA). Sus narraciones breves se reunieron en el volumen Con la congoja de la pasada tormenta, y la traducción inglesa de Insensatez mereció el XXVIII Northern California Book Award 2009.

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