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«Dicen los síntomas»: una mujer se abre camino entre enfermedades propias y ajenas

Por Horacio Otheguy Riveira

Dicen los síntomas, novela de Bárbara Blasco, premiada por Tusquets en 2021, tiene el tono intimista y soterrado de una primera persona que divulga sus más profundas áreas de contaminación; mucha toxicidad que se atreve a tocar, oler, intervenir… en busca de un posible camino de redención.

Un recorrido en primera persona con mucho arraigo al comienzo y bastantes áreas interesantes; no obstante, a ratos repele, repetitivo como toda suma de obsesiones, con excesivas disquisiciones de irregular solvencia, pero que en todo caso nos mantiene cerca a la protagonista, unidos a una mujer que se acerca a los 40, de la que no conocemos apariencia, y el nombre aparece muy avanzado el relato; relato de una peripecia de puertas adentro con su cuerpo dispuesto al sacrificio, como una rara vestal, que en realidad corresponde a alguien desolado, un ser humano necesitado de abrazos perdurables, más aún en una mujer con necesidades únicas… a lo largo de una misteriosa suma de inconvenientes emocionales.

Sí sabemos, de entrada, que en una habitación de hospital su odioso padre yace en coma. Esa y otras enfermedades circulan por los entresijos de un personaje que se afirma en sus resentimientos, como en su necesidad de irrumpir firmemente en la realidad para quedársela.

Inventarse una realidad es lo que desea en un tránsito sexualmente tan ingenuo (acaso como una adolescente que prueba cierta posibilidad de búsqueda) y a la vez promiscuo, extremos por los que se mueven autora y personaje con una creciente capacidad de seducción al tiempo que genera una disposición crítica en el lector que se atreva a aceptar estas reglas de juego que van del melodrama muy contenido a un sensualismo estructural, pasando por ráfagas de humor negro, duro y elegante a la vez. Duro, porque se está ante angustiosas enfermedades que rondan la muerte, una y otra vez, como presencia o amenaza; y elegante porque el texto nunca se desparrama, más bien se desliza con frialdad muy bien articulada.

Bárbara Blasco (Valencia, 1972). Autora también de Suerte (2013) y La memoria del alambre (2018).

EXTRACTO DEL COMIENZO:

«Revolotea una gran agitación alrededor de la muerte. Enfermeros, médicos, auxiliares se mueven con diligencia, sin titubeos. La medicación de las ocho, la de las cuatro, la de las doce, el cambio de gotero, el cambio de bolsa, bolsas transparentes que contienen líquidos, líquidos dorados, cobrizos, impúdicos. La cuña, el lavado de genitales, levantar el cuerpo en un, dos, tres. A la muerte se la ahuyenta con ritmo. Bandejas con puré de verduras, con pescado hervido, con yogur desnatado, con pechuga a la plancha. A la muerte le pirra la grasa. Todo parece consistir en aguardarla con orden germano, para así tratar de despistarla, como si la rutina pudiera vencerla, como si la inmortalidad se compusiera de pequeñas acciones cotidianas enlazadas una tras otra sin fin. Como si eso no se pareciera sospechosamente al infierno.

—Parece que por fin ha llegado tu hora —le susurro.

Tiene el aspecto de un anciano Leonardo, apoyado sobre la baranda del tiempo, meditando. La luz lechosa que entra por la ventana empapa su barba, sus cabellos más sedosos que nunca, más blancos que nunca, líquenes derramados sobre la roca sumergida.
No responde. Hace dos días que no habla, que ha entrado en un estado comatoso que bien podría confundirse con la paz interior. Yo creo que ha optado por cerrar los ojos como la única forma de permanecer dentro cuando ya todo lo suyo quedó fuera: sus líquidos, su resistencia, su dignidad. Los párpados son esa última persiana que puede echar.

—¿Tienes miedo ahora? Di, ¿tienes miedo, cabrón?

No responde. La enfermera entra y revisa tubos, revisa niveles, revisa constantes. Su culo redondo
y blanco va y viene ante mis ojos. La asepsia es importante, aquí el blanco es importante. Las paredes son blancas, la mesita de noche blanca, la cama blanca, las sábanas, las pastillas son blancas. Aunque también las hay rosas. El silencio es blanco.

Observo sus arrugas de cerca, suavizadas desde que cerró los ojos. Y recuerdo la frase de Tolstói en su lecho de muerte: «No entiendo qué se supone que he de hacer ahora». Eso deberías hacer ahora: dudar.
Y de pronto un grito espeluznante, que no proviene de su boca en pausa sino de la anciana de la cama de al lado que, incorporada como una momia recién resucitada, chilla con los huesos por fuera de la bata, y el pelo ralo levantado, sosteniendo una única nota en su garganta.
Pero es imposible que me haya oído, si está completamente sorda y en estado senil, si a diario asistimos al desquiciante espectáculo de una hija obesa que le grita que si hervido o lentejas, que si merluza o pollo. Veinte minutos de berridos inhumanos para elegir el menú. Y en la sobremesa, las voces de la telenovela retumbando atronadoras como patios de colegio.
Me mira, la miro. Somos dos seres perplejos mirándose, uno con sonido y el otro mudo, los dos igual de monstruosos e incongruentes. Ya sopeso la idea de hacerla callar a cualquier precio, con la almohada si es preciso, cuando, de pronto, la anciana se desploma, y el silencio se posa con la delicada velocidad de una araña descendiendo del techo. Un silencio tan frágil que casi no me atrevo a respirar en él.
Parece dormir ahora, ajena al terrible espectáculo que acaba de protagonizar. El mundo antes del grito se me aparece como un recuerdo borroso ya. Y cuando vuelvo la vista hacia él, noto que algo ha cambiado en su rostro, su piel brilla más que antes, un aura de luz envuelve su busto de piedra. Tal vez esté deslumbrada. Cierro los ojos y los vuelvo a abrir. No, hay algo distinto, sutil, apenas perceptible. Permanece en la misma posición, no se le ha movido ni un pelo, y sin embargo su expresión ha cambiado. Sí, el muy bastardo está sonriendo.
Estoy a punto de derrumbarme cuando entra mamá.

—¿Ha pasado el médico?».

Ante la postración de toda enfermedad grave, la protagonista anhela la serenidad de la rehabilitación, la paz de una realidad diferente a la de cada día. El sexo con desconocidos forma parte de una trama extraña que cuando se ilumina obtiene la total empatía del lector. [Cuadro de Santiago Rusiñol (1861 – 1931). Realizado en 1894. Ilustración de este reportaje, no está presente en la edición de la novela.]

… El extraño ha recuperado gran parte de su autonomía y ya se levanta sin ayuda. Me ha asustado la idea de que un día salga del baño, recoja sus cosas y se marche. Que cierre la puerta de esta habitación de hospital y en lugar de desaparecer él, desaparezcamos nosotros…

 

Editorial: Tusquets Editores
Temática: Novela literaria
Colección: Andanzas
Número de páginas: 272

 

3 thoughts on “«Dicen los síntomas»: una mujer se abre camino entre enfermedades propias y ajenas

  • Interesante, yo estoy terminado mis estudios de laboratorio de diagnóstico clínico, y estoy seguro de que es muy importante actuar en condiciones de emergencia, transmitiendo con celeridad y serenidad las señales de alarma .

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    • Muchas gracias por tu comentario.

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