‘Ulises’, de James Joyce
ANDRÉS G. MUGLIA.
Con Ulises estamos, quizás, antes la novela más estudiada, comentada, amada y odiada del siglo XX. Para muchos la mejor novela de ese siglo, para otros (y no los menos) un galimatías indescifrable. Si entendemos una novela como un texto de cierta extensión que contiene una historia, personajes, escenarios, diálogos, vinculados por una lógica que los articula; entonces sería incorrecto decir que Ulises es una novela. O, por lo menos, decir que Ulises es solamente una novela. Ulises es un experimento en una época de posguerra donde el arte tuvo una convulsión vanguardista en muchos planos, que redefinió y marco límites nuevos en la literatura, las artes plásticas, el cine, la danza, el teatro, entre otros.
Desde mi punto de vista, la única advertencia (por lo que pueda valer) que haría al lector que se dispone a leer Ulises, es que deje en la puerta de este universo en el que se apresta a sumergirse, todos sus preconceptos en cuanto a lo que una novela es o debe ser. También, y de paso, la idea de que para disfrutar una obra de arte: sea una novela, una poesía o una pintura, hay que entenderla.
Se me ocurre, para ilustrar un poco este concepto, el caso de la pintura abstracta. Ya hemos dejado atrás por casi un siglo a las críticas hacia la abstracción pictórica, para frecuentar sin sobresaltos una expresión artística que no tiene que ver con el comprender sino con el disfrutar. Es inútil tratar de entender una pintura abstracta. Se puede analizar la composición, la clave tonal, el equilibrio de color; pero eso agregará casi nada para su disfrute. Dejarse llevar, gozar los hallazgos del puro lenguaje divorciado de un tema en particular, navegar un mundo de forma y color sin compromiso con lo real, ahí está la clave. No es para todo el mundo y no tiene por qué. Que no nos guste o que no la disfrutemos no significa nada en cuanto a sus cualidades intrínsecas.
A favor de sus detractores y críticos, vale decir que la intención de Joyce, manifestada en más de una ocasión, era la de pasar a la inmortalidad con una obra que tuviese atareada a la crítica durante siglos con sus rompecabezas (tal como él los llamaba), adivinanzas, juegos de palabras, alusiones, neologismos, y una batería asombrosa de recursos literarios que el autor usó con soltura y que son también el motivo por el cual su obra sea tan admirada. De hecho, al tanto de su complejidad pero con la intención de que sus amigos pudieran develar tanto acertijo oculto, Joyce elaboró una suerte de mapa secreto que envió al escritor italiano Carlo Linati, bajo promesa de no divulgarlo. Ese esquema más tarde trascendió en parte (con autorización de Joyce) en el ensayo publicado por Stuart Gilbert sobre Ulises. De allí salen, entre otras cosas, los nombres de los capítulos que vinculan la obra con la Odisea homérica tal como los conocemos hoy por la crítica, pero que no están consignados en las ediciones del libro.
Los personajes principales de la novela son: Stephen Dedalus, joven profesor de latín; Leopold Bloom, publicista judío y Molly Bloom, cantante y esposa de Leopold. El espacio temporal: un solo y mismo día en la vida de los tres. El escenario: Dublín en 1904. Los dieciocho capítulos que componen Ulises están divididos en tres partes según la estructura 3-12-3, que más hace pensar en una composición musical que literaria, por su simetría. Los tres capítulos de la primera parte tienen su espejo en la tercera. Por ejemplo, en la primea parte hay un monólogo interior de Stephen y en la tercera encontramos el correspondiente de Molly. Además, según el esquema Linati, a cada capítulo le corresponde uno de la Odisea, una hora del día, una parte del cuerpo (los 18 componen un cuerpo humano), un color, una técnica literaria, un significado y un símbolo.
Podríamos agregar a todo esto, que muchos han sugerido que antes de acercarse a Ulises el hipotético lector tendría que haber leído Retrato de un artista adolescente, primera novela de Joyce, y también la Odisea, además de conocer en profundidad la obra de Shakespeare, la historia de Irlanda, algo de teología, mitología, filología, retórica, química y matemática.
Sin embargo, se podrían saltear los dos párrafos anteriores, ignorarlos completamente con toda su información y sugerencias, y sentarse a leer Ulises sin siquiera saber quién lo escribió, en qué época, ni con qué intención, y aún así disfrutarlo. Solamente hay que comprender que muchas facetas de esta obra tan compleja serán una fiesta y otras se nos escaparán o nos dejarán indiferentes, eso dependerá de cada lector, como sucede con cualquier obra de arte. Joyce llamaba a Ulises su “novela monstruo”, le llevó siete años escribirla y publicarla fue poco menos que un milagro, porque nadie se atrevía a comprometerse con un texto tan extraño y que contenía muchos pasajes que se parecían bastante a la más cruda pornografía. Joyce se comprometió con su experimento, y sucedió lo que sucede cuando un artista lleva un lenguaje y un camino hasta sus últimas consecuencias, el público se extravío tratando de seguirlo, pero eso es inevitable.
Tal vez un escritor menos solvente en términos de estilo no habría podido sostener una novela como Ulises. Pero si algo sabía Joyce era escribir bien, hermosamente bien, provocando un hallazgo a cada línea de texto, así éste fuera una de esas enumeraciones exasperantes que tanto proliferan en Ulises, pero en las que siempre encontramos alguna pequeña joya brillando entre el desconcierto. Ulises es un patchwork de estilos y recursos a los que Joyce echa mano sin retroceder un milímetro en sus intenciones. ¿Cuáles son esas intenciones? La primera: trascender como escritor. La segunda: empujar los límites del género novela. La tercera (y no menos importante) jugar. Jugar con el lector, con el lenguaje, con los personajes, sus pensamientos y sentimientos. Porque a Ulises pude caberle cualquier adjetivo, menos el de solemne. Reboza de inteligencia, pero también de una ironía mordaz y permanente.
En Ulises hay narración, extensos diálogos, monólogos, descripción (a raudales), insólitas enumeraciones, textos al estilo teológico (preguntas y respuestas incluidas), cuentos breves (capítulo 10), diálogos de teatro (germen del teatro del absurdo, no en vano Beckett fue discípulo de Joyce), bromas, adivinanzas y mucho, pero mucho más. Como frutilla del postre, el famoso, extenso y escandaloso monólogo interior de Molly Bloom, sin casi signos de puntuación, que finaliza el libro. Abundemos un poco aquí. ¿Por qué este fragmento ha tenido tanta trascendencia? Joyce no fue el primero en usar este tipo de monólogos, también etiquetados como “libre fluir de la conciencia”. Virginia Wolf, Proust y otros contemporáneos los utilizaron. No obstante, ningún autor antes de Joyce los llevó hasta esas alturas.
¿Por qué debería Molly poner puntos y comas en su pensamiento? ¿Nuestro pensamiento no se parece más a ese fluir incesante y desestructurado? ¿Y la pornografía? Molly comenta con detalles cómo Bloom le besa el culo, cómo se la chuparía a un estudiante que conoce, qué tan grande la tiene su amante. ¿Por qué no debería hacerlo? ¿Acaso nosotros ponemos censura a nuestro propio pensamiento? ¿Nos guardamos el cinismo, la crueldad, el deseo? Estamos solos en nuestra cabeza que usa sus propias reglas que no nos competen. Lo mismo Molly, y eso la hace más cercana a una mujer de carne, hueso y pensamiento, que a un personaje ficticio anotado sobre un papel impreso. Esto es un ejemplo de lo que Joyce provoca con Ulises. Hay muchos otros, casi inagotables.
Lo único seguro de leer Ulises es que nadie quedará indiferente. Algunos lo arrojarán lejos. Otros lo dejarán de lado llenos de perplejidad. Los más disfrutarán partes de él y otras no tanto. Los imprudentes intentarán el infructuoso viaje de comprenderlo todo. Nosotros apuntamos apenas la advertencia de que, después de Ulises, cuando nos sentemos a leer otra novela, quizás llena de las buenas intenciones de un escritor talentoso, echaremos de menos el estilo de Joyce para llevarnos de la mano en su universo estrambótico, y esta nueva lectura nos parecerá, quizás, un poco sosa.