Para pensar y sonreír
Ricardo Álamo.- De los tres libros de aforismos publicados hasta la fecha por el profesor de Filosofía y también poeta Miguel Agudo Orozco (Tarragona, 1976), tal vez sea este Juegos malabares su libro más redondo. Lo subtitula «Siempre parapensares», por aquello —supongo— de que, como en los dos anteriores, trata de activar el pensamiento del lector, queriéndolo convertir en un agente participativo de sus propios pensamientos o en alguien que no se limite pasivamente a engullirlos sin más ni más, sino que los medite, los repiense, los lucubre y hasta juegue con ellos. Porque sin duda uno de los aspectos más destacados de los aforismos de este libro es el permanente juego de palabras con que su autor levanta ingeniosamente el vuelo de sus máximas. Son muchos los «parapensares» que al lector se le ofrecen aquí y que están erigidos casi con idéntica fórmula. Una fórmula que a veces funciona perfectamente y otras no tanto, puesto que no es ni muchísimo menos fácil mantener el mismo grado de ingeniosidad o de agudeza verbal en todos y cada uno de los casi trescientos aforismos que conforman el libro. «Parapensares» sí, pero también podrían llamarse «Parareíres» o «Parasonreíres», ya que no hay página en la que Miguel Agudo Orozco no sea capaz de llevar una sonrisa a los labios del lector que, con cierto agrado y regocijo, no dejará de estimar sus profusas y abundantes sutilezas verbales.
«Trajedia: el drama de tener que decidir qué ponerse cada día».
«Aloe vera est. (Julio César)».
«El tiempo es una espada de acero inexorable».
«De oca en oca significa algo así como de vez en cua-cuando».
«Todos los caminos con flores conducen aroma».
Como puede verse en estos breves ejemplos, la mecánica usada por el autor es muy similar en unos casos y otros: la leve variación en una letra, en una palabra, en una locución popular o en un dicho conocido hace que se altere por completo toda la secuencia lingüística, dándole la vuelta a su significado pero sin que se pierda del todo el trasfondo conceptual originario. Esta particular mecánica constructiva parecería sencilla de hacer si no fuera porque para ejecutarla se requiere una enorme dosis de imaginación y de inteligencia así como una extraordinaria capacidad de retorcimiento del lenguaje para encontrar la justa expresión festiva del mismo, sin caer por ello en el chiste fácil o en la ocurrencia inane.
No obstante estos juegos, algunos de los aforismos de Agudo Orozco no son refractarios a la crítica sobre ciertos aspectos de la vida en general e incluso sobre los propios aforismos. Así, con respecto a los usos y costumbres que tienen los políticos cuando están inmersos en una campaña electoral, se plantea con sorna si «Pedir el voto, ¿no se considera mendicidad?». O, quitándole importancia a la escritura aforística y a quienes la cultivan como si fueran popes hablando desde un pedestal, afirma sin que le duelan prendas «No te creas los aforismos. No son dogmas». Quizá, a mi modo de ver, en este otro tipo de aforismos —más acerados, más penetrantes y más reflexivos— es donde Agudo Orozco ofrece mejor su visión incisiva sobre la realidad:
«La injusticia de vivir con lo justo».
«Hay dos tipos de verdades: las que se descubren y las que se inventan».
«El mediocre es medio creído y medio cretino».
«Hay heridas que se cosen con el hilo de una conversación».
«El signo de nuestro tiempo: ignora et labora».
Por otro lado, también en ocasiones —escasas ocasiones, y es cosa de lamentar— en Juegos malabares topamos con algunos aforismos que se apartan tanto del juego de palabras festivo como de la crítica afilada. Son aforismos que yo llamaría «negros», por lo que tienen de conciencia lúgubre de la realidad o porque son capaces de borrar la tenue sonrisa que se nos había puesto antes en los labios, dejándonos pensativos y con el alfiler de la melancolía prendido en nuestro espíritu. De este tenor fúnebre serían buenos ejemplos: «La lentitud del corredor de la muerte», «En los relojes de sol, el tiempo es lo sombrío» o «Hacer una casa es tejer una penumbra».
Con todo, y como decía al principio, el único peligro que corren algunas de las páginas de Juegos malabares puede ser el de quedar sometidas a un excesivo jugueteo con el lenguaje, ya que no siempre el resultado de ese jugueteo es igual de afortunado. Ocurre así cuando Agudo Orozco no genera con sus juegos de palabras un pensamiento sagaz, avispado, profundamente vivo y penetrante, quedándose solo en la superficie, del lado de la simple ocurrencia o del chiste: «La cara culta de la Luna», «Dios aprieta, pero no ahoga. (Noé)», «¡Qué nervios! —dijo la neurona—», «Cuanto más viejo era, más canas de vivir le entraban», «Hay gente que es muy barrioviajera»…
Por fortuna, estas chistosas expresiones no son la regla general, y el lector que se preste a adentrarse en las páginas de Juegos malabares no se verá defraudado, pues sin duda se trata de un libro que casi a partes iguales le hará pensar y reír. Lo que evidentemente no es poca cosa.
Miguel Agudo Orozco, Juegos malabares. La Isla de Siltolá, Sevilla, 2022.