‘En tierras bajas’, de Herta Müller
JOSÉ LUIS MUÑOZ.
De cuando en cuando los premios Nobel de literatura aciertan de pleno. Es el caso de Herta Müller, miembro de la minoría de suabos alemanes de Rumanía, que lo recibió en 2009. La escritora vive en Alemania desde los años ochenta y escribe en alemán. El jurado consideró que dibuja los paisajes de los desposeídos con la concentración de la poesía (El crepúsculo rueda por las calles como un intestino grueso) y la objetividad de una prosa concisa, descarnada, dura, lejos de todo artificio y adjetivos, telúrica, que parece salida de ese terruño hostil en el que se crió.
En Tierras bajas, publicado en Siruela y que bien merece una reedición, su extraordinario primer libro que estuvo prohibido en su país durante la dictadura comunista de Ceasescu, retrata, a través de una serie quince relatos (algunos son muy breves, apenas una o dos páginas; el que da titulo al volumen es una novela corta), la vida en el agro rumano de Suabia, que tiene todo menos de idílica, a través de los ojos de una niña campesina, su alter ego, que carece de infancia y mira con horror su entorno y el mundo de los adultos, voz infantil que yustapone realidad y fantasía para dibujar un ambiente de continua opresión e incomunicación.
Huyendo del bucolismo que suelen impregnar esas narraciones, los relatos que integran este volumen, nos hablan de unos campesinos toscos, sucios, borrachos, vagos y maltratadores, víctimas y verdugos de ellos mismos, que tienen una relación de impiedad con los animales que los rodean. Los gatitos que venían al mundo en invierno eran ahogados en un cubo de agua hirviendo, y los que nacían en verano, en uno de agua fría. Después eran enterrados, invierno y verano, en medio del estercolero.
Asoma, en el relato, algún apunte estremecedor sobre los desastres de la guerra. El tren iba a la guerra. Apaga el televisor. Papa yacía en su ataúd en medio de la habitación. De las paredes colgaban tantas fotos que ya ni se veía la pared. De esta forma somera, en apenas tres líneas, refleja la autora las violaciones: En la guerra sólo caían hombres. Pero yo vi muchas mujeres tendidas en el campo de batalla con los vestidos en desorden y las piernas desolladas. Y en este otro párrafo habla de las profanaciones a los muertos: Allí los hombres caían sobre el asfalto, gimoteaban, se estremecían y no eran de nadie. Y luego venía gente que les quitaba los anillos y los relojes de pulsera cuando sus manos aún no estaban del todo tiesas, y arrancaba a las mujeres las cadenillas de oro del cuello y los pendientes de las orejas. Sus lóbulos se partían y dejaban pronto de sangrar. Una visión pesimista, sin duda, de la condición humana.
Podemos hablar en el caso de Herta Müller de una prosa cargada de realismo sucio: Yo oía cada noche en el cuarto de al lado la orina de mamá gorgotear en el orinal. Si el ruido no era constante y se producían leves interrupciones, sabía que era el abuelo quien estaba orinando. La abuela se despertaba cada noche a las dos y media, se ponía sus pantuflas de fieltro y se sentaba en el orinal. Pero, a su vez, con atisbos sorpendentes y luminosos de belleza lírira que asoman como destellos en el texto: Me tumbé sobre la hierba alta y me dejé resbalar hacia la tierra. Esperaba que los grandes sauces vinieran hacia mí atravesando el río, que hundiesen en mí sus manos y esparcieran sus hojas sobre mi cuerpo. O esta otra frase, con tintes surrealistas: A mi lado ladra el parque. Las lechuzas se comen los besos que han quedado en los bancos. Las lechuzas ni me miran. En la maleza se acurrucan los sueños cansados, hartos de trajinar.
En Tierras bajas hay una especie de cántico al feísmo, un intento de despojar de toda belleza ese campo que es el sustento y la fábrica del campesino y se convierte, también en su tumba, para abonar con su cuerpo nueva vida. La tumba se ha hundido, dice mamá. Hay que echarle dos carretadas de tierra y una de estiércol fresco para que crezcan las flores. Por ello, la muerte está muy presente en la narración, la muerte forma parte de la cotidianidad, muerte de los padres, por ejemplo, hacia los que no hay un atisbo de cariño en justa reciprocidad por el que los hijos no han recibido de ellos. Con una rama de siempreviva esparcen luego, madre e hijas, agua bendita sobre el ataúd, y el agua se filtra a través del tul y resbala por los pómulos del muerto hasta el cuello estrujado, y la cara adquiere un tono amarillo verdoso y se hincha.
En ese entorno, la visión de la familia y del hogar están desprovistas de toda ternura y humanidad. El padre es una figura patriarcal, lejana y despótica: Él lleva sus mujeres bonitas a la ciudad, y yo me moriré aquí, junto a un montón de estiércol de caballos sobre el cual zumban las moscas. No puede haber humanidad en la pobreza más absoluta, ni belleza, de ahí las descripciones físicas descarnadas: Desde que yo existo, los senos de mamá son flácidos, desde que yo existo, mama está enferma de las piernas, desde que yo existo, mamá tiene el vientre caído, desde que yo existo, mama tiene hemorroides y las pasa negras y gime en el retrete.
Abundan las descripciones físicas naturalistas, que parecen remitirnos a las pinturas negras de Goya: Entre nuestras ventanas, por entre nuestras medias caras se asoma la cara angulosa de mi madre con un pañuelo de seda negra en la cabeza, con unos ojos saltones y punzantes, con una boca sin dientes. Y el sexo está despojado de toda ternura y sensualidad, es un acto tan animal como el sacrificio de una res en la seca descripción de este adulterio. La cama rechina. La almohada respira ruidosamente. La manta se encabalga en largas sacudidas. Mi tía gime. Papá jadea. La cama da breves sacudidas sobre su armazón.
Un libro extraordinario para estómagos literarios adultos esta ópera prima de Herta Müller, una lección de cómo escribir y cómo las frases se pueden convertir en escalpelos que ahondan en la miseria de esas gentes apegadas a su tierra, fruto de ellas. Con ropa somos personas, sin ropa no somos nadie. Solo esa basta superficie que llamamos piel.