Ángel Guinda en Lavapiés
Por Antonio Costa Gómez.
Nos vimos tantas veces. Desde el primer día que lo vi en El Alambique, aunque yo era un demonio insufrible, conectó bien conmigo. Pero sobre todo nos vimos una tarde en su apartamento en La Corrala de la plaza Agustín Lara en Lavapiés, frente a la iglesia rota de San Fernando. Estaba también la susurrante Pilar Gómez Bedate, traductora de Primo Levi, y hablamos de su marido Ángel Crespo. Tomamos vino y me encantó que Guinda leyera en voz alta unos poemas míos.
Le ponía a sus libros títulos adustos, “Conocimiento del medio”, “La llegada del mal tiempo”, “Biografía de la muerte”, sin complacencia, pero contagiaba la vida. Escribió: “De vida está hecha la vida. /Sórbela, lentamente, hasta morir”. Creía en pocas cosas, pero las vivía radicalmente.
Me llamaban la atención sus labios apretados, su expresión concisa. Pero estallaba en una risa de piedras rotas, en una jovialidad que nos despabilaba. O me abordaba expansivamente en la calle Argumosa y me hacía caer del caballo.
Una vez estaba en la Sociedad General de Autores, le acababan de dar el Gran Premio de las Letras Aragonesas, andaba por allí un montón de gente importante, estaba el director de cine José Luis Borau, otro aragonés apretado e intenso. Pero él saludaba con toda sencillez, con vitalidad desnuda, como hablaba en El Alambique. Nada podía con él, ni siquiera hacerlo famoso.
Lo comparaba con esos clásicos aragoneses del desengaño barroco, con la rabia estrujadora de Quevedo. También con Camus. Guinda era un rebelde camusiano. No le bastaba con vivir, quería enterarse intensamente de que vivía. Y pulía versos cortantes como cuchillos. Nombraba la muerte continuamente para celebrar con rebeldía la vida. “Haz de tu corazón una taberna abierta”, escribió un día.