‘El seductor’, el charlatán y el superviviente
DAVID LORENZO CARDIEL.
Cuando llega a mis manos una nueva edición de un libro de Isaac Bashevis Singer sé de antemano qué me voy a encontrar: una imaginación fulgurante, un sentido del humor que vivifica y una literatura de máxima calidad. Singer cosía retales de vivencias, de personajes observados, y los transformaba en obras de arte. Viendo la primera temporada de La maravillosa Sra. Maisel, interpretada por la muy desenvuelta Rachel Brosnahan, su personaje, la joven señora Maisel, se pregunta en uno de los episodios por qué su número cómico se ha ido al carajo: ha contado, como siempre, su día a día, pero en esa ocasión no ha causado la menor gracia ni ha acabado detenida por la policía acusada de afrentar la estricta moral americana de los años cincuenta. La respuesta de su representante, Susie, es sencilla: porque no ha construido un relato. Bueno, Susie no lo dice así, lo digo yo desde mi sillón de televidente.
Relatar desde casi cualquier punto de partida y hacerlo bien es la gran clave de Singer. Sus libros son una loa a la alegría, pero no a una felicidad estúpida y condescendiente, sino a un humor trabajado, que digiere la vida real y la mezcla con fantasía para acabar trazando una elaborada narración con la que es imposible no trazar paralelismos con los aspectos que se cotillean o se viven en el día a día.
El seductor es una de sus novelas más entretenidas y, a mi juicio, atractivas, vaga la fascinación. El Premio Nobel sitúa la acción en el Nueva York de los años cuarenta. Ya saben, guerra y etapa posbélica, desigualdad, caos de la gran urbe al mismo tiempo que perdura un irracional enraizamiento en ella. En medio del crisol de culturas norteamericano, un judío que ha emigrado al nuevo continente, Hertz Mínsker, charlatán verborreico, ha conseguido parasitar a un magnate amigo suyo desde la infancia. Y como es un magnífico buen amigo mantiene una aventura con la esposa de su benefactor estando casado, faltaría más, en cuartas nupcias. El problema llega como lo hace cualquier adversidad en la vida, de repente. O casi de repente. Minnie, la mujer de su amigo, y el primer marido de ella tienen intención de colocar una serie de falsificaciones de cuadros de Picasso y de Chagall al adinerado bienhechor. Y nuestro protagonista, adicto al don de la palabra, tendrá que vérselas para lidiar entre sus amoríos, los timadores, su posible -y jugosa- participación en la trama y la lealtad hacia su amigo, fidelidad que palpita, a fin de cuentas, en algún recóndito escondrijo de su esencia.
El tono podría ser grave, incluso sencillamente insulso. Puede que un relato estilo tapiz de muchos detalles verídicos de la vida en unos tiempos y en un contexto en el que el pillaje estaba subrayado en todos los estratos sociales. Sin embargo, Singer despliega su humor inteligente, descarado, mordaz. El seductor se lee del tirón y divierte con una elegancia que ya no es fácil de encontrar en nuestros días. Pero esta magnífica novela no es sólo invención y diversión. Tras el sagaz pacto de ficción se encuentran verdades dolorosas: el torbellino del desarraigo, las profundas diferencias sociales, la necesidad de sobrevivir en un mundo de hipócrita violencia. Cada cual encuentra su camino, unos blanqueando sus actos mediante la manipulación o los negocios inmobiliarios, mientras otros abren su senda mediante la delincuencia.
Péndula la pregunta sobre la faz del pensamiento: ¿quién es peor, el que engaña con una sonrisa y consigue la alabanza ajena o el que lo hace con coraje, con descaro, incluso enfrentando las leyes civiles? Según la ética, los primeros serían más culpables, pues latrocinan dos veces y su daño, aunque ignorado por la feliz víctima, al igual que el mosquito anestesia a la criatura a la que extrae la sangre para que no note de inmediato la agresión, pueda parecer que se trata de un arte inocuo. Kant, probablemente, sostendría que en cualquier caso su culpabilidad primera subyace en el terreno de la intención. Ambos abusan, luego ambos son inmediatamente cometedores de una falta ética, más allá de los límites morales de cada tiempo y civilización. Sin embargo, es imposible no sentir un poso humanístico perenne: al final, casi todos queremos vivir, mantener cierta comodidad; aspirar, si no a ser felices, a no estar deprimidos por una sociedad que puede llegar a resultar, ayer y hoy, muy desilusionante.
El seductor fue publicado por entregas en el periódico neoyorkino Forverts. Hoy nos la ofrece en castellano Acantilado, en una edición en tapa blanda, de exquisita calidad material y traducida de la mano de Rhoda Henelde y Jacob Abecasís. Háganse con esta maravilla. La disfrutarán como si estuviesen ante una obra de teatro, ante un cuadro de extraña evocación. Ante una octava maravilla del mundo, si esta existiese.