El Tour como ficción 2022 (III). Los tónicos de la voluntad: el Vinagres frente al Rey Minero
Me alegro de volver a saludarte, querido lector, para intentar deleitarte con las novedades que han acaecido en este Tour de Francia y en la redacción de sus crónicas. Como ya sabéis, Luis se quedó combatiendo a los cronistas mentirosos, tras realizar las pesquisas cajaliano-ciclistas que nos vimos impelidos a hacer tras la visión que la Providencia tuvo a bien regalarnos en el Rastro. Por mi parte, decidí huir a tierras murcianas, donde encontré el ambiente idóneo para dedicarme en cuerpo y alma a la escritura, con toda mi voluntad dedicada a tal tarea.
Allí comencé a reflexionar sobre los ciclistas alejados del ideal batallador. Precisamente, el día en el que Pogačar, el ciclista que sube puertos y destroza el llano con una postura propia de un minero, en palabras del jubilado Tom Dumoulin, fue derrotado gracias al esfuerzo colectivo del Jumbo, acepté la invitación de marchar a una piscina situada por los vergeles propios de la sierra murciana. Necesitaba refrescarme después de que me hubieran llegado los papeles que Luis había tenido a bien mandarme desde las convulsas tierras británicas, dimisión de Boris Johnson mediante. Tras intentar sacar algo más en claro de las aventuras del Cajal ciclero, y, en plena ola de calor, agarré un autobús para acudir al oasis prometido. Pero mala sombra se avino a subir al bus, que lo averió y no me quedó más remedio que entrar en un ultramarinos que me resultó del todo sugerente al tener el único ventilador en varios kilómetros a la redonda. Llegó al rato un ciclista de rostro enjuto y maillot azul, acompañado de toda una grupeta de amigachos y conocidos, uno de los cuales le dijo:
-Aquí puedes, acho, Alejandro, comprarte una miaja de agua pa’ ganarte la etapa. Asín te pones limpio y fresco. Yo voy a por un acuarius, ¡que me está dando un paparajote!
Al oír esto pensé que aquel hombre no debía de ser otro que don Alejandro, que días atrás había tenido un desagradable y peligroso incidente por estas zonas. El ciclista estaba echando un vistazo a las viandas del ultramarinos: vio un albaricoque y lo tomó tras la invitación del dueño del establecimiento: «Mmm, sabroso el abercoque» musitó entre mordisco y mordisco y se abrió el maillot, quizás para ponerse más veraniego. Tras pillarse una bicicleta -no la de montar, sino una rosca de pan con sabrosa ensaladilla- se salió a un patio interior, escasamente cubierto por un pino y con bastantes adelfas, paleras y carrizos típicos de la zona. Fue entonces cuando decidí acompañarle, con mucha pena, pues dejaba atrás el ventilador, y, al verme, el ciclista me preguntó:
-¿Adónde vas, hijo, que paéce endormiscao con la solanera?
Y le respondí:
– A una aldea a la que me han invitado. ¿Y usted?
-Yo, acho, me apalancaría en una piscina -respondió cerrándose el maillot-, pero voy a Puerto Lumbreras, que es mi patria, para preparar mi última Vuelta a España.
-¡Y buena patria y mejor carrera! -repliqué- Pero, podría decirme señor ciclista, su nombre, por cortesía, que ya lo sospecho pero no quiero pasarme de confianzudo. Me parece que me ha de importar saberlo más de lo que podré declararle.
-Mi nombre es don Alejandro -respondió entre mordisco y mordisco que le daba a la bicicleta.
-Sin duda alguna pienso que debéis de ser aquel don Alejandro que no se cerró el maillot en Monachil; que en Florencia materializó los pesares de Murito Rodríguez; que en una Flecha tuvo que subirse a la acera para progresar, pese a conocer esa ruta como la palma de su mano; y cuyas desventuras y hazañas, sobre todo aquellas de sus últimos años, los de Matusalén, han sido motivo de celebración en las crónicas publicadas bajo el membrete de El Tour como ficción, las pasadas y las recién impresas y dadas a la luz del mundo por unos autores modernos.
-El mismo soy, y las tales crónicas de El Tour como ficción han sido grandísimo acompañamiento para mí y mis amiguicos de la grupeta, y yo he sido quien las sacó de su tierra y quien le sugirió el viaje a Lieja al zagal creador de dichas letras. Si es que, amo las ficciones, acho.
-Y, dígame, campeón del mundo, señor don Alejandro, ¿parezco yo en algo a ese autor que decís?
-Anda con Dios -respondió el ganador de no sé cuántas Flechas- ¡en ninguna manera!
-Y ese autor, ¿traía consigo historias que mezclaban literatura y ciclismo?
-Eso era lo que decían, pero, en verdad, nunca le oí hablar ni de literatura ni de ciclismo, ni una miaja, más inclinado que estaba a un tipo de historias que se desarrollaban en otras historias.
–Eso creo yo muy bien, porque el hablar de ciclismo y literatura no es para todos, y ese autor del que usted me habla, debe de ser algún grandísimo bellaco, polichinela del canal y poetastro, que el autor del que habla, don Alejandro, no es uno, sino que son dos, don Luis Fernández y este otro que con el que departís; haga usted la prueba de estar un año con nosotros, y verá cómo se nos caen los inventos del ciclismo y de la literatura a cada paso, y tales y tantos que se ríen y se extrañan todos los incautos que nos leen. Y don Luis, que no está acá, es tan verdadero como yo, incluso más todavía: se dice que es famoso, viajero y discreto, desfacedor de agravios y tutor de ironías, y que tiene por única señora su biblioteca. Todo cualquier otro autor es burlería y cosa de sueño.
-Por Dios que lo creo -respondió don Alejandro- porque has hablado de la bicicleta y de los libros con más amor intellectualis que el otro tontolpijo, que más tenía de esturreao que de bien hablao. Pero no sé qué me diga, como cuando gané el mundial en Innsbruck, que dejé al mal autor del que yo creía que era El Tour como ficción camino de Lieja, para saber más de Cajal, y ahora remanece aquí el otro de los dos auténticos y buenos autores, aunque bien diferente del mío.
-Yo -dije- no sé si soy bueno, pero sé decir que soy uno de los auténticos. Para prueba de lo cual quiero que sepa, mi señor don Alejandro, que en todos los días de mi vida no he hecho un documental, antes por haberme dicho que ese zagalico quería hacer uno contratado por una compañía; y así, decidimos don Luis y yo continuar el especial, llenos de voluntad, y nos dimos de bruces con Cajal y su afición ciclista. Con la documentación obtenida se ha confirmado lo que aparecía en una factura de 1894: que Cajal compró una bicicleta en Londres y que participó en una carrera de preparación para la Lieja, esa carrera que tan bien conoce usted, don Alejandro. Sin embargo, cuando esperaba recibir nuevas de las discreciones de Luis, las recibí de sus descuidos e impertinencias, porque no entendí muy bien por qué decidió marchar de Londres a Roubaix, por mucho que encontrara la inscripción de un tal Raymond S. Cahill y por muchas semejanzas que tuviera con un Reymond S. Kahal o Ramón y Cajal, que parece obra de un encantamiento. Si por semejanzas fuera, andaríamos todos confundiendo galas, los jueces vistiendo como soldados y los gregarios como líderes, cuando lo que hay que hacer es adornarse con el hábito que nuestro oficio requiera, siempre que sea limpio y buen compuesto.
–Acho, no seas desaborío de tu don Luis, que trabajosa vida es la que vivimos y pasamos. En verdad algo pasaría para que él no marchara a Lieja.
-Ahora que lo decís, se me alumbra el entendimiento porque antes me dijisteis que ese cronista fantástico se había hallado por Lieja, y seguro que Luis, perspicaz él, no quiso entrar en la ciudad belga por sacar al mundo de su mentira, y así se pasó por Roubaix, archivo de la cortesía, infierno para los ciclistas y correspondencia grata para el espectador.
Justo en ese momento entró el dueño del ultramarinos con la última crónica compuesta por un tal Gonçalves, poeta panameño. Si bien don Alejandro tuvo a bien alertar a su grupeta de la naturaleza de tales textos, no pudieron sus compañeros sino leer con interés lo que se decía en aquellos artículos. Un amigo del campeón del mundo le dijo:
-Hijo, ¡qué admiración me causa ver a tantos cronistas a un mismo tiempo tan llenos de voluntad en su obra como diferentes en sus acciones!
A lo que don Alejandro le contestó:
–Acho, afirmo que no vi lo que vi, ni que pasó lo que pasó.
En resolución, discurrí escuchar lo que decían, que hoy somos y mañana no, que tan presto se va el cordero como el carnero, y que la ficción es sorda y hay que asirla cuando te la encuentras de bruces. Y así me enteré de que el tal Artemio también escribía sobre Cajal, como si hubiera penetrado lo último de nuestros pensamientos: con pluma de gallinazo grosero se atrevía a hablar de nosotros, afirmando que tenía noticia de un cuaderno de notas con el que don Santiago habría escrito algo sobre un Quijote ciclero, tal y como nos mostró el señor viejo del Rastro. Para hacer mayor la afrenta, porque no era carga de sus hombros ni asunto de su ingenio tropical, el poetastro señalaba que Luis y yo habíamos encontrado el cuadernillo en una casa de un pueblecito murciano, Alcantarilla, en la que había vivido Fe, una de las hijas de Cajal, que se había casado con un médico natural de la comarca, Tomás Pérez de Tudela Ortiz. Don Alejandro se me acercó:
-¿No tiene fuste, eh? La historia es conocida por estas pedanías. A poca distancia de aquí, cerca de la peñica de los poyos, estaba la Torre Cajal, la finca que don Santiago se compró pa’ visitar a su hija Fe y a sus nietos. Más bonico… ¡si hasta se hizo socio del casino!
Pero esta no era la única sorpresa. El panameño indicaba que había viajado a Lieja, donde había encontrado la inscripción de un ciclista con el sobrenombre de Reymond S. Kahal y, no solo eso, también unos documentos que apuntaban hacia el posible regreso en 1919 de Cajal como apoyo técnico de su yerno. De nuevo, don Alejandro, tomó la palabra:
-Está magrosito el artículo -mi cara de revenío me delataba, y se rio-. Ná, esto no nos pilla de sopetón a los de la zona. Solo te digo que busques el antiguo casino, que algo sacarás en claro. Mientras, como estoy convencido de que sois los verdaderos autores de toda esta ficción, os invito a mi casa el domingo pa’ ver el final del Tour.
Solo podía aceptar su generosa invitación. Presto, salí del ultramarinos mientras Roglič y Vingegaard, llenos de una voluntad inquebrantable, se turnaban para desgastar al Rey Minero, y tras despedirme de don Alejandro, quien me indicó que marchara con pie derecho, di vado a mis imaginaciones y decidí escribir inmediatamente a Luis para indicarle que, justo después de la contrarreloj final en Rocamadour, se reuniera conmigo, que no sabía si la buena o la mala suerte nos había dado, tanto a nosotros como al apócrifo Artemio, la ocasión de escribir tantos y tan grandes disparates. También le expuse, brevemente, un ejercicio burdo y tangencial sobre lo que estaba pasando en este Tour:
Querido Luis, quiero que adviertas que muchas veces es necesario rebelarse contra la humildad del corazón. Para ganar la voluntad del pelotón que se gobierna, se han de hacer dos cosas: ser bien criado con todos y procurar la abundancia de los mantenimientos: el hambre y la carestía fustigan el sentir de los pobres. Y eso es lo que entendió, por una vez, el Jumbo. Que al cumplir con lo que don Santiago recomienda en sus Reglas y consejos -que, en términos ciclistas sería mantener la independencia respecto de los puestos de la general, la curiosidad deportiva, la perseverancia y el amor a la gloria- el Vinagres pudo experimentar el goce supremo del deportista al contemplar las inefables armonías del maillot amarillo. El danés, para tumbar entre el Galibier y el Granon a Pogačar, tuvo que abrazar la resolución enérgica de adecuar su entendimiento a la naturaleza del asunto. Y, como si de una paradoja se tratara, para ello experimentó lo mismo que el Rey Minero hace dos años en la contrarreloj final. Pero, hubo una gran diferencia: si Pogačar reventó él solito el plan de toda una legión holandesa, el Vinagres elevó su voluntad gracias al trabajo en equipo, aunque para ello, hubiera que sacrificar al Primo. Con un hombro maltrecho, el buen Roglič se convirtió en el Cid: ganó una batalla después de muerto. Ahora, tras su abandono, buscará su cuarta Vuelta a España, pero cumplió con su misión: el Rey Minero se tragó el señuelo entre ataque y ataque. Ah, ¿quién hubiera pensado que Pogačar sufriría tal derrota y tal pajarón? Tres minutos en apenas un puñado de kilómetros.
El Jumbo, tras obtener el galardón, operó con inteligencia: Cort Nielsen ganó su etapa, así como Tom Pidcock en el Alpe D’Huez, mientras Enriqueto practicaba el quietismo en la tradición de Miguel de Molinos; ¿y los velocistas? Jumbo dejó que los aventureros no tuvieran que penar por muchas pragmáticas: Pedersen venció en buena lid, para acompañar ese Mundial que tan solitario está en su palmarés. ¿Y Matthews? Le tocaba al australiano, que pocas veces levanta los brazos. Allá en Carcasona seguro que piensas en todo lo que queda de Tour, que la etapa de Foix o la de Peyragudes da para forzar a todo un imperio, y que todavía hay que subir hasta la cima maldita de Hautacam. Por no hablar de la contrarreloj. La actitud de Pogačar es la de quien se sabe en un gran desafío: ¿sabes que llegó a atacar a 180 kilómetros camino de Mende? Qué te voy a decir a ti, que, a buen seguro, algo le guiñaste al Rey Minero. Me dicen que el Vinagres está nervioso: ayer la tropa jumbera sufrió dos bajas, que Krispis, el guadianesco gregario, tuvo que ir al hospital… Y la climatología, ¿qué me dices de ese elemento tan azaroso?
Sin embargo, qué dispar puede ser una gran vuelta. Porque frente a la voluntad de corredores como el Rey Minero y Vinagres, otros corredores se relamen por la baja del Primo: ¡el podio, el podio! Muchos de los aspirantes encajan con la descripción que Ramón y Cajal, en sus Reglas y consejos sobre investigación científica, da de los estudiosos aquejados de las enfermedades de la voluntad. Cajal habla de unos investigadores, los «contempladores», que como mero público observan los fenómenos de la naturaleza, pero que jamás actúan. Como Geraint Thomas, que no sabe ni cómo está a tan solo veinte segundos del Rey Minero; Cajal después menciona a los «bibliófilos», que disfrutan de encontrar monografías novedosas. Como David Gaudu, feliz de batirse el cobre, por primera vez, con los mejores en el Tour; también están los «organófilos», protectores acérrimos de los instrumentos de observación. Como Adam Yates, guardián de los marginal gains por los que jamás hará un movimiento ofensivo; y qué decir de los «megalófilos»: trabajan mucho, poseen buenas cualidades y ansían coronar su nombre, pero siempre se encuentran a alguien que se les adelanta e interfiere en su labor. Como Enriqueto, que comenzó este Tour guardando la ropa y, sin meterse en una mísera fuga, ve cómo un Meintjes o un Pidcock le roban la tostada, mientras espera que el calor haga su trabajo; Cajal menciona a los «descentrados», que están a varias cosas. Como Romain Bardet, que no quería hacer la general, sino ganar etapas, pero que está haciendo la general; y, finalmente, don Santiago habla de los «teorizantes»: cabezas dotadas, pero aquejados de una fantasía enorme. Como Nairo Quintana, que parecía consciente de sus limitaciones, pero que este año vuelve a fantasear con el sueño amarillo…
¡Cómo necesitarían estos ciclistas de un tónico de la voluntad! ¡Y quién sabe si gracias al derroche de voluntarismo del Rey Minero y del Vinagres, no tendremos una sorpresa el domingo en París!
Y así terminé mi carta a Luis. Y tal vez pienses, querido lector, que toda esta crónica trae a la memoria cosas pasadas, muchas de ellas disparatadas, y que propician que tanto Luis como yo nos despeñemos desde las cimas de la locura hasta el profundo abismo de la simplicidad. Pero como verás, no has de sentir pena, sino seguir leyendo con enhorabuena y con alguna cosa fresca aderezada de almorzar, ya que estas conexiones no sólo surgen en nuestra imaginación, sino que, tozudamente, se ven transformadas en un prodigio exultante que pondrá su punto final en pocos días con una de estas dos voluntades coronadas: la de Tadej Pogačar o la de Jonas Vingegaard.
Anteriormente en Culturamas:
El Tour como ficción 2022 (I). De Cajal a Pogačar: psicología del ciclista y el quijotismo