“Un hombre que no conoce Nueva York”, de Gregorio Dávila

Por Elena Marqués.
Un hombre que no conoce Nueva York, pero no le hace falta

En Un hombre que no conoce Nueva York confluyen las palabras de dos poetas grandes con los que coincidí en un taller de escritura. En aquella mesa de la sevillana librería Padilla nos reuníamos un puñado de alumnos atentos a lo que nuestra querida Sara Castelar nos decía,corrigiéndonos con esa dulzura tan suya que todavía echamos de menos al recordarla. Pero qué le vamos a hacer. Ella se asentó en Valencia, desde donde aún nos sigue amparando con su cariño infinito y su saber inagotable.

Hoy imagino que para aquella joven profesora que prologa este libro es un orgullo que uno de sus discípulos más aventajados, Gregorio Dávila, se alce con premio tan prestigioso como el Juana de Castro y vea sus versos publicados en la acreditada editorial Renacimiento. Desde luego, motivos tiene Sara para alegrarse, pues el escritor extremeño afincado en Sevilla, ese que ha aprendido a detenerse y contemplar porque está convencido de que «todo se reúne en la mirada», lleva una trayectoria imparable de la que los que somos testigos nos sentimos de algún modo partícipes. Yo, desde luego, que, como digo, conozco a Gregorio desde hace algunos años, observo con orgullo cómo su obra continúa creciendo en calidad y belleza y su voz, siempre tierna, se hace cada vez más firme y poderosa.

Un hombre que no conoce Nueva York, cuyo título irremediablemente nos conduce a Lorca, José Hierro y Juan Ramón, triada presente en las citas que anteceden el libro y en el eco de sus versos, se divide en tres partes que son, a la vez, un camino personal y universal; un susurro íntimo que se agranda y multiplica al evocarnos la muerte del padre, el descanso de la abuela «en la mecedora del tiempo», la vivencia de la extranjería, la infancia y su soledad, el dolor ambivalente de la «Despedida». Es también una conversación entre el sujeto y la naturaleza, siempre presente en su obra, a lo que quizás contribuya su acercamiento a la filosofía y la literatura orientales (léase su Madre del agua. Por las huellas del Tao; léase su Cuenco de azar, un hermosísimo conjunto de haikus). Y, por supuesto, es un diálogo abierto con la escritura, desde el principio del libro hasta su significativo «Epílogo» («No busco tener una lengua propia, sino el balbuceo callado del arroyo», dice en «Temblor», que bien podía constituirse, junto a algunos poemas del mismo bloque, en su poética); una conversación con los amigos reales y literarios para reconocer y cantar la belleza del mundo, la comunión del hombre con la tierra, los tesoros que guarda lo sencillo, el poder auténtico del lenguaje (qué hermosura la cita de Raúl Gómez Jattin que precede a la sección «Mandarinas»: «¿Y la locura desmedida de guardar un rastro / en el corazón de las palabras?»), la fuerza de esosvocablos capaces de rescatar los recuerdos y traérnoslos atravesando la niebla. Cosas para las que no hace falta viajar a Nueva York, sino todo lo contrario. Posiblemente porque huir del ruido es acercarse un poco más a la verdad.

Como en otras ocasiones, los versos de Dávila en este libro son un dechado de claridad, de transparencia en el decir juanramoniano («Romper el yo, Fran, sí / fragmentar el brillo y los cuerpos, / preferir el cristal al espejo»). Un cántaro donde resuenan sus lecturas de Valente, Rojas, Juarroz, Vallejo y un largo etcétera en una asimilación inteligente y lúcida.

Con imágenes sencillas y pulcras como pañuelos de lino, Dávila nos ilumina con escenas vivas donde se cruzan hombres y recuerdos, el tacto nostálgico y purificador de la lluvia y los sonidos de los pájaros; pero también nos asaetea a preguntas necesarias para un poeta verdadero («¿Dónde sueña la mariposa con el peregrino?») y, con la generosidad y humildad que lo caracterizan («Soy un ladrón de palabras, escribo con lo que hurto a los otros»), nos explica el proceso de su escritura y las dificultades que encuentra en la construcción del poema («a veces solo eres un campesino / —sin paja ni grano— / que criba la sintaxis en el aire / a veces cuesta rastrillar / el trigo en el poema»), en esa búsqueda que emprende a la raíz del sonido y de la vida que habita en el silencio, en ese viaje alo primordial y al descubrimiento continuo del mundo («Todos los bambúes ocultan un tesoro»): una vuelta al paraíso perdido para, como el Adán del poema «Valle», «empezar la catarsis de la noche / con empeño y lucidez // con piedad».

Dice un conocido refrán que la cara es el espejo del alma. La poesía es, para el poeta, sus manos y su rostro. Aunque la escritura siempre impone sus máscaras, ese tipo que no conoce Nueva York, pero no le hace falta,esconde/muestra a la persona Gregorio Dávila, al hombre amable y bueno, sereno, sencillo, que aún no quiere autonombrarse como poeta y se escuda en las voces de otros, de los que sigue aprendiendo con ese empeño, lucidez y piedad de la que habla en sus versos y que nos deja siempre, a través de la atmósfera que consigue, un beso melancólico que mascar en los labios y una sencilla e inigualable sensación de paz.

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