José Luis Trullo.- El gran legado de la humanidad no es el trabajo ejercido en el ámbito profesional (también los castores laboran), sino en el doméstico. Los grandes avances, aquellos que impulsaron un salto cualitativo en la especie, se dieron al calor de la lumbre, cocinando (de hecho, Lévi-Strauss sostiene dicha tesis en Lo crudo y lo cocido), organizando el «domus» en espacios racionalmente funcionales (el salón para socializar, el dormitorio para preservar la dimensión íntima, ¡el baño y su sarcástica excepcionalidad!), decorando y adecentando con mimo cada rincón de vida cotidiana, hogareña, familiar. A mis ojos, mi madre siempre fue -y sigue siendo- el demiurgo de mi infancia: ¡lo que no hiciera ella, no lo hacía nadie! Las amas de casa: ellas sí que eran mujeres poderosas.

De ser cierta mi hipótesis, la actual degradación -cuando no la condenación- de lo doméstico acarrea, en mi opinión, un retroceso evolutivo: ya hay quien no sabe cocinar, no limpia su propia casa (ya se sabe: hay que conciliar…), ni siquiera se preocupa por hacer de su entorno un foco de irradiación cálida, densa, espiritual… La erección de lo público a instancia primordial arrasa con esa microbiota personal donde el individuo y su entorno más inmediato se saben cosmos en miniatura, y en cuanto tal, dimensión básica de donde manan el sentido y la emoción.

A contrapelo de mi época, yo, en cambio, defiendo como los clásicos que mi hogar es mi castillo, mi ermita y mi fortín: adoro cocinar (esa alquimia diaria), no para las visitas, ni para emular a ningún chef influyente, sino para no perder el contacto con mi capacidad estrictamente humana de trascender lo obvio en sacramental; me encanta lavar los platos a mano, hacer las camas, ordenar: me siento fuerte y capaz al detener el avance del caos a mi alrededor. No me parece en absoluto una pérdida de tiempo dedicárselo a esa pequeña porción de espacio cósmico en la cual soy dueño y señor, y todo lo que haga en su beneficio, revertirá en el mío.

En cierto, modo, quien renuncia a su capacidad de gestionar su propio hogar, está dimitiendo de la condición humana más elemental para retornar al salvajismo, donde la mera acción en un entorno ajeno impide construir ninguna clase de identidad personal. El hombre que abjura del espacio doméstico, en fin, le regala su alma al diablo, que reina en los arrabales del sentido acechando como una bestia ansiosa de anomia y de absurdo.