‘La vocación de perderse’, de Marco Michieli
RICARDO MARTÍNEZ.
Este librito de reducidas dimensiones y yo diría de discretas pretensiones, es, a la vez, tan sincero y cordial en la transmisión de sus sentimientos (también de su pensamiento interiorizado) que fácilmente se define por sí solo con seguir el hilo de algunos de sus párrafos, envueltos en palabras de fácil asimilación (donde no por ello está ausente la duda; o más que la duda, la no pretensión de firme aseveración) Su discurrir es lineal pero, al tiempo, lleno de emociones, unas veces expresas y otras intuidas gracias a una cierta ingenuidad-sencillez del lenguaje:
“La belleza misteriosa del blanco horizonte nevado, ondulado y deshabitado, gélido y luminoso, que se extiende a nuestro alrededor en todas direcciones, no depende de su estética, ni tampoco de su potencia, sino de las innumerables historias que en él podrían suceder, sucedernos. Esta belleza tiene múltiples caras porque para nosotros no es un panorama, sino un futuro proyectado en el espacio en el que podríamos ser capaces de mantener una ruta, o perderla”
Estamos, sea dicho, ante un viajero sentiente. Un viajero consciente del lugar y su significado y consciente también del caminante y su humildad, su dependencia del atrayente e inexcusable significado del horizonte.
La narración transcurre así como si el lector tuviese en todo momento a su lado a este viajero confiado y decidido, generoso en su esfuerzo e ilusionado en la propia significación de viaje, de camino como forma vital de ser. En tal sentido, ‘La vocación de perderse’ del título podría equivaler al bien del viaje como una fe, como un destino aceptado. Pero, ¿es algo distinto la vida del hombre sencillo?
“La ignorancia es el presupuesto básico para perderse de forma correcta (…) En particular, es de gran ayuda no llevar encima ningún mapa. Los mapas son unos aguafiestas. Nos dicen siempre lo que nos espera en el camino. Es como ver una película de la que conocemos en detalle tanto la trama como el final”
De ahí la pertinencia de la fe en el caminante, no como actitud espiritual de salvación, sino como actitud espiritual de ofrecimiento y positividad en haber llegado a un lugar; un paisaje. “Las personas no exploran el mundo, sino la idea que se han hecho de él, o, a menudo, la idea que otros han preparado y empaquetado”.
Desde luego, el viajero, el caminante, siempre respeta la suerte de la sorpresa, la validez del asombro que recomendaban los sabios griegos. “Incluso las ciudades en las que se vive, o se ha vivido, se prestan a vagabundear descubriendo una ciudad menor desconocida. Incluso en los lugares más artificiales sobrevive algo que escapa a la lógica de sus creadores. Algo vivo e indefinido que puede atraer nuestra atención”
El camino siempre como destino ilusionante, como cumplimiento necesario: “Se vaya donde se vaya, se está encerrado, y de ahí nace la necesidad insustituible de los horizontes. Cualquier atisbo, cualquier símbolo del más allá, nos empuja a quemar nuestras energías para volver a encontrar un mundo perdido. Es la nostalgia, esta noche sí que la reconozco (el autor ha vuelto al paisaje de su infancia, en la extensa Milán) No solo de la naturaleza. No de algo que teníamos. Es nostalgia de lo que nunca tuvimos pero que no podemos dejar de añorar”
Por fin, como conclusión, el caminante no deja de hacer una alusión (solidaria) hacia nuestro tiempo para decir: “En los períodos de rápido cambio económico y cultural, como nuestra época, prevalece en el hombre el deseo opuesto, encerrarse en un ambiente artificial, abandonando la incertidumbre del misterio, al menos hasta que nuevas generaciones vuelvan a sentir la necesidad de volver a encontrarlo” Algo que, parece decir sin palabras, ojalá vuelva pronto.
Franci Michieli (Milán, 1962) es geógrafo, explorador, escritor, fotógrafo… Ha difundido sus travesías por lugares remotos y extremos (…) Michieli cree que una relación respetuosa entre el hombre y el medio ambiente es posible.
La pertinencia de su deseo no puede ser más clara, más deseable.