Julian Barnes: susurros de la historia
FRANCISCO CERVILLA.
Tardé en querer a Julian Barnes, no hasta que comencé a leer Niveles de vida y, desde el inicio mismo de la lectura, me encontrase a bordo de un rudimentario globo aerostático en compañía, quién me lo iba a decir, de la mismísima Sara Bernhardt y otros pioneros aeronautas amantes de la aventura, preparados para cruzar el Canal de la Mancha, entre Dover y Calais, dispuestos a ganar o perder altura en busca de las corrientes de aire más favorables, listos para dejarse mecer por el vaivén del viento dentro de una rústica y escuálida barquilla, y sobrevolar valles, montañas, lagos, ríos y ciudades, por encima de las nubes o perdidos en ellas. Y celebrarlo.
Subí, pues, en aquel artefacto aéreo con Barnes, expectante con las historias pendientes por conocer sobre ascensos y descensos en las alturas, preámbulo y contraste de otras que sucederían en el llano, amarradas a la tierra, sin la emoción del vuelo. Y que más tarde, finalizando ya la lectura, me recordó a ese llano de Juan Rulfo en el que “se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga”.
Pero lo quise aún más después de haber leído El ruido del tiempo, donde Barnes escribió sobre su admirado Shostakóvich y su atormentada vida como compositor sometido al temible régimen estalinista, ante el que permaneció inerme, cediendo en sus composiciones musicales, pero escondiendo su espíritu en ellas.
“El arte es el susurro de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo”. Son las palabras con las que Barnes intenta arrancar el acto creativo de Shostakóvich de sus más implacables detractores. Y en las que subyace la siguiente idea: donde hay creación artística el poder fracasa en su afán de dominar a las ingobernables musas, se estampa contra el deseo indómito del artista, y queda, por tanto, excluido del momento único y solitario del acto creativo. En ese relámpago un imposible de atravesar se interpone, dejando al artista en soledad con su obra: fuera del tiempo, libre de ataduras.
“Sabía, Shostakóvich, que todas las definiciones verdaderas del arte son circulares, y todas las definiciones falsas del arte le atribuyen una función específica”.
Por eso decía que su música estaba escrita para todos los oídos que pudieran escucharla, que no eran los oídos siniestros de sus opresores que la enaltecían cuando pensaban que esa composición musical estaba a su servicio, sin oler siquiera que el genio ya estaba allí instalado, agazapado, oculto, para en su momento saltar y susurrar a la historia lo que realmente había pasado.
Y así, porque llegué a querer a Julian Barnes, a la aventurera Sara Bernhardt, amante de las alturas, y al alma escindida de Shostakóvich, en un momento personal de gran pérdida, releí en Niveles de vida, el capítulo titulado La pérdida de profundidad, donde el escritor habla de su duelo por la muerte de su mujer, tras inesperada y breve enfermedad.
Pérdida de profundidad, y que yo leía como horizonte despoblado de la existencia, pérdida de cielo y de infierno. Pérdida de la mesura una vez que el infinito te ha enseñado sus ojos, y cuya mirada abismal evitas para no perder el mundo, si es que no lo has perdido ya.
Aunque te preguntas y ¿por qué no perderlo también si se dan las condiciones propicias para ello? ¿Perderlo incluso por una sola mirada, si es preciso? ¿Cómo sustraerse a la suplicante llamada de Eurídice? ¿Cómo no volverse para mirar a la amada, aún a riesgo de volverla a perder, puesto que ya no hay dioses con los que negociar, ni lugar para vanas esperanzas?
Barnes recorre este tiempo de llanura sin fin que es su duelo, con el anclaje de su escritura y sus sueños. Lo que no es poco, acompañado de su deseo por la escritura y de su inconsciente, gracias a la vía regia de los sueños.
Asombra la sencillez con la que escribe lo que, una vez leído, parece obvio: “Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas y, si funciona, se crea algo nuevo y el mundo cambia. Después, por una razón u otra, una de las dos desaparece. Y lo que desaparece es mayor que la suma de lo que había.”
No son matemáticas. Es otra cosa. Con el fallecimiento de su compañera pierde el resultado no calculable de esa suma, lo que el cruce de ambas vidas, la de ella y la de él, había engendrado: un trozo común, único e irrepetible, compuesto por la unión de algo de ella y algo de él, que por sí solos no podrían existir, y que surgen sólo cuando se encuentran.
En muy parecidos términos se expresa C. S. Lewis, en Una pena en observación, obra escrita igualmente bajo el duelo por la muerte de su mujer, intentando encontrar sentido a su ausencia que “como el cielo se extiende por encima de todas las cosas”. “Éramos como dos círculos que se tocaban”. La pérdida de esa suma mayor y su enigma causaban su luto.
Nadie sabe qué hacer con el tema incómodo y descortés de la muerte, no apto para la vida social. Barnes no habla de su mujer: con los amigos se puede descansar de las penas del corazón, a condición de no compartirlas, lo que sería queja, lamento, herrumbre del alma. Muere, pues, también en la conversación, pero la hace subsistir, personaje de ficción al fin, en su narración, en el rastro escrito de su existencia y del largo trayecto de vida en común, para desde ahí, desde sus páginas, no dejar de susurrar su historia de forma que pueda ser leída de millones de maneras diferentes.
Parece mirar a Freud cuando se pregunta por la elaboración del duelo y sobre su final, al que no ve fin. ¿En qué consiste la resolución del duelo? “¿Recodar u olvidar? ¿Quedarse inmóvil o seguir caminando?”
Un sueño le anuncia ese final que anhela. “Como los buenos finales, no lo vi venir”. Sueña que su mujer y él están felices, haciendo sus cosas habituales, de repente ella se da cuenta de que eso no es posible, que tiene que ser un sueño, “porque ahora ella sabía que estaba muerta.”
Ese sueño, aceptación de la pérdida, ráfaga de aire que entra en la estancia triste y sombría, es el momento de la despedida sin respuesta. No hay compensación. Se sale del luto con el sacrificio y la renuncia de lo perdido. Simplemente se pasa a un nuevo estado, en el que se ha producido un quebranto del ser.
Con cada duelo, con cada pérdida importante, incluso con los años sobrevenidos, se es menos lo que uno creía ser, y se establece una inquietante temporalidad.
“Es el universo cumpliendo su cometido, y somos nosotros el cometido que cumple.”
Aunque no entendamos nada ni nada invite a la lógica, pese a que Pasavento ya no esté y perdamos teorías, aunque nos envuelva una bruma insensata que parezca transportarnos a Montevideo, un viento ligero se levanta y nos incita a explorar el abismo.
Nos apresuramos y nos ponemos en movimiento. A pesar del vértigo, subimos de nuevo en globo. Y, entonces, desde la llanura del suelo, reaparece una antigua ingravidez: otra vez tomamos vuelo, y ganamos altura y profundidad.
Y con ese ligero viento comenzamos una nueva ficción. Abajo queda el llano. No hay nada. Subamos un poco más aún.