‘El caballo ciego’, de Kay Boyle
El caballo ciego
Kay Boyle
Traducción de Magdalena Palmer
Muñeca infinita
Madrid, 2022
165 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
Nos pasamos la adolescencia soñando con mil cosas y la etapa que viene después soñando con que deberíamos haber mantenido los sueños de la adolescencia. Uno sabe que ha envejecido cuando ya no siente que le enfadan las injusticias que le enfadaban siendo joven, dijo André Gide. Ese es el termómetro que nos indica nuestra calidad energética. En realidad, cuando decimos que maduramos sosteniendo qué bonitos y estúpidos fueron los sueños de juventud, que parece mentira todo lo que te enseña la vida, no hemos aprendido nada. Lo único que hacemos es señalar que nos hemos vuelto unos acomodados que perdieron escrúpulos por el camino. No volveremos a tener la fuerza ni el fuego que teníamos entonces, es cierto, pero sí es posible conservar las ilusiones que arrojamos por la borda como si fueran pescado podrido. De ahí que debamos enfrentarnos a relatos como El caballo ciego, donde todos los recursos están puestos al servicio de despertar la humanidad que una vez tuvimos. Decimos humanidad y eso significa ser sensibles y dejarse llevar por la sensibilidad.
Una chica adolescente se enamora de un caballo ciego al que pretenden liquidar adultos con la piel de lagarto y la mente de un pragmatismo indomeñable. Si está ciego no podrá saltar y, por supuesto, un caballo que no pueda saltar no será feliz. Atribuirse el derecho a decidir sobre la felicidad de un ser que no puede expresarla, y por tanto no sabemos si puede sentirla, es un atrevimiento que nos hace suponer que podemos jugar a ser dioses. La chica escucha el latido de un corazón y con ello le basta para estar convencida de que la vida se impone, de que existe una potente voluntad de vivir. Para recuperar la esencia de ese eje que sigue la humanidad, la sensibilidad, la compasión, pocas cosas son tan convincentes como las terapias con animales. El caballo que siente confianza devuelve confianza. Esta obra trata sobre las ilusiones que deberíamos seguir manteniendo, y lo hace con un estilo que refleja su época: la prosa algo barroca, muy expresiva, que se tuerce en la exploración de las razones que la razón no entiende y busca explicarnos, que atrapa y sorprende, que ya vimos en algunos de los contemporáneos de Kay Boyle (1902 – 1992) como Thomas Wolfe. No importa que se nos hable de pequeñas cosas, de hecho, es a partir de las pequeñas cosas, de los pequeños gestos, cuando la ética que lleva a un estilo tan hábil y lleno de simbolismos en el que nos reflejamos.
Por suerte para la chica, siempre quedarán algún adulto al que le revivan las brasas de una juventud que no fue en balde. Y ahora lo demuestra. A veces eso se conoce como amor.