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‘La bahía humeante’, de José Luis Muñoz

CARLOS MANZANO.

A pesar de contar con más de cincuenta obras en su haber, la capacidad creativa del escritor José Luis Muñoz sigue intacta, e incluso me atrevería a decir que pasa por su mejor momento. Y buena prueba de ello es su hasta hoy última novela, “La bahía humeante”, ganadora del premio de narrativa Carmen Martín Gaite del año pasado, una pieza literaria de muchísimos kilates que nos traslada hasta una de las tierras más inhóspitas y deslumbrantes del planeta: la fría pero al mismo tiempo hirviente ―es una isla volcánica― Islandia, poseedora de un paisaje abrupto que, como los buenos personajes de novela negra, también puede llegar a cobrarse sus víctimas.

A Islandia, pues, se encamina el escritor Max Rigalt, un autor que nunca ha disfrutado del fervor del público y cuyos libros apenas han llegado a un pequeño número de lectores, con la declarada intención de vengarse del que considera culpable de su fracasada experiencia literaria, circunstancia, por otra parte, que le sugerirá una serie de amargas reflexiones sobre el mundo literario, el éxito e incluso el propio concepto de autor. Una vez allí, contará con la compañía de una autoestopista local, Sunna, una joven con tendencia a la promiscuidad que al mismo tiempo le regalará, ya en el ocaso de su vida, los rescoldos de unas ambiciones existenciales y vitales que hace tiempo que él ha dejado, muy a su pesar, atrás.

“Max se odia un poco más cada mañana. Cuando se mira al espejo y empieza a no reconocerse y a preguntarse qué ha pasado, dónde quedó el joven de treinta y tres años en el que debió plantarse”.

La novela es, por tanto, el relato de un viaje tan telúrico como introspectivo hacia un destino incierto, aunque probable, que tal vez represente el último paso que le queda por dar al propio Rigalt, una búsqueda personal escondida bajo la excusa de una venganza largamente ansiada tras la que quizá ya no quede nada:

“Mil veces que pensó en matarse y aún no lo ha hecho porque siempre encontró una razón para vivir: una chica, una nieta, un libro que alumbrar, un viaje, un libro que leer, una película que ver, un paisaje que descubrir. Vivirá hasta que todo eso desaparezca”.

Recorre la novela esa mirada ya desalentada, marchita, y a veces llena de rencor, de quien descubre que todo lo vivido, los viajes hechos a los lugares más espectaculares, las experiencias sexuales más excitantes y diversas, no podrán nunca compensar el peso del amargo reconocimiento de que el principal deseo que nos ha mantenido en pie, la llama que nunca ha dejado de arder en nuestra mente, haya quedado negada por una traición miserable, por la impostura más abyecta, o, lo que es lo mismo, por el triunfo de la mentira. “Si la autoría es una farsa, ¿por qué Eric Burdom le robó la autoría de ‘Las montañas de la locura?’”, llega a preguntarse en determinado momento el propio Rigalt, una pregunta sobre la que tal vez tengan también algo que decir los lectores.

Y todo ello narrado con ese estilo admirable, casi perfecto, del que José Luis Muñoz hace gala, un ritmo pausado en apariencia pero cadencioso en la forma, preciso y elegante, urgente en ocasiones, exquisito siempre, que le sirve para dar vida a unos personajes magníficamente construidos y perfectamente definidos a través de unos diálogos más que sugerentes (el último capítulo es en este aspecto antológico), que se pasean por la novela prisioneros de un entorno natural tan hermoso como despótico y tan vivo que por momentos llega a convertirse en un personaje más, igual de complejo y contradictorio que los propios seres que lo recorren.

Sin la menor duda, “La bahía humeante” es una excelente novela, literatura en estado puro, que además de proporcionar el placer estético consustancial a toda obra artística, plantea al lector más avisado diversas reflexiones acerca de la vida, la naturaleza, la conciencia de uno mismo y la creatividad en general que no deberían caer en saco roto. Y es que a veces un buen lector es tan importante para una novela como lo pueda ser un buen autor o la propia calidad de la obra.

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