«Habitar una casa en la era de Acuario», de Adolfo Cueto

Por Jorge de Arco.

Hace apenas dos semanas, llegó a mis manos Habitar una casa en la era de Acuario (Renacimiento), el libro póstumo de Adolfo Cueto. Venía acompañado de unas letras de Fátima, su esposa, que celebraba la edición del libro, aunque lamentaba el retraso en su publicación.

En diciembre se cumplirán seis años de la muerte del poeta, del amigo que se fue, de la triste e inesperada noticia que dejara en mí un hondo poso de amargura. Porque Adolfo y yo compartimos andanzas y estudios en la madrileña Complutense y también amistad, y versos y charlas y cartas y una duradera complicidad…, que sólo truncó su adiós.

Tengo conmigo toda su obra, la cual seguí desde sus inicios. Y desde muy de cerca. En su primera entrega, Diario Mundo (2000), el vate madrileño ya apostaba por un decir que se hilvanaba desde el sentimiento de una realidad palpable y turbadora. En “Radiografía”, la coda de aquel volumen, afirmaba: “que los mejores versos / ésos que acanalaron las heridas, fueron, / sin duda alguna, los vividos”.

Tras un breve cuaderno, 7 poemas (2007), vio la luz en 2010 Palabras subterráneas, donde reunía casi un lustro de su producción. Estas “palabras” volcadas al papel y resueltas en una íntima confesión, respondían entonces a muy diversos estados anímicos y a una sucesión de escenarios -Nueva York, Atenas, Sarajevo…- y de protagonistas -Quevedo, Antonio Machado, Vinicius de Moraes…- que iban poblando el alma del poeta de remembranzas, despedidas, certidumbres paternas…: “Qué sencillo y difícil, / ver el mundo que ves, / ahora mucho más grande porque una luz lo amplía / a través de tus ojos puros, hija, que son / la vida entera, mi vida”.

Editado un año después, Dragados y Construcciones –galardonado con el premio “Emilio Alarcos”- abordaba sin tapujos la esencia misma del cotidiano acontecer, el hierro y el cemento que nos imanta al par de las ciudades y que nos sumerge en una visión sesgada y aséptica de cuánto nos rodea y contempla. Apoyado en un verso dúctil, muy bien modulado, Adolfo Cueto mantenía una alta tensión lírica y recorría las calles desiertas del corazón, los abrazos silentes y felices del alba, las negras lunas de la urbe: “Una ciudad oscura vive dentro de ti. / Sus días son sus noches, gente extraña, miradas que se cruzan / en los escaparates (…) Una ciudad oscura vive dentro de ti: / se llama miedo”.

En su siguiente entrega, Diverso.es (2014), los textos se resolvían en una suerte de acentuada corporalidad que derivaba en una temática cercana a la inexistencia, al vacío, a la fugacidad de una costumbre plena de inquietud: “la noche ausculta / sólo sordas palabras, ya / resecas,/ vacías, extensiones quemadas / donde habita ahora el frío”.

Ahora, en este volumen que me ocupa, y que lleva en el subtítulo un claro mensaje joyciano (work in progress 2012 – 2016), Adolfo Cueto individualiza cada vivencia y convierte en sólida semántica una hilera de sólitas emociones. Hay entre estas paginas una perdurable ontología del asombro, una contemporánea resistencia a todo aquello que fecunda la intimista existencia.

Con un verso sustentado por una sabia dicción rítmica, corolario de lo vivido, su conciencia se adentra en una categoría sucesiva, definitoria de una construcción fragmentaria de las deshoras:

 

Una luz negra avanza: un tumulto de voces
estremecidas, un alud violentado
contra la libertad, frontera del existir, horizonte sellado
entre alambres de espino, telaraña metálica
ya devorando tus mejores sueños. Una tabla hacia el mar
donde exista el milagro que llamamos aún vida.

 

Poeta de amplios registros, su verbo es una sólida constatación de cuanto somos y cuanto fuimos. Porque en su propio discurso hay un itinerario que cifra lo personal y lo común, que intuye y atisba el orden de la realidad y de la pasión.

Paisajes, enigmas, secretos, confesiones…, van concretando un sentimiento creativo pleno de lumbre, donde no cabe el artificio ni lo vacuo, tan sólo los intangibles vínculos que refundan la inocencia:

            Detenerse otra vez,
reposando en los padres, y beber agua limpia
de esos grifos antiguos. Y besarse por dentro
como ayer, como si
no pesara el silencio que te arrastra consigo,
más allá de este aullido del dolor en la carne.

Y alcanzar el perdón
como niños perdidos.

 

     El yo lírico se rebela y revela su compromiso y su militancia con lo amado. Mas, también, la finitud asoma y convoca con mayúsculas las raíces que se entremezclan con la multiplicidad de los años.

En su prefacio, José Ramón Ripoll anota que “el acto de morir es solo un tránsito verbal, una aparente circunstancia del ciclo de una realidad circundante, una invitación sigilosa a seguir bailando al son de la música callada”. Y, en efecto, así lo deja escrito también el propio Adolfo Cueto: “Morir / será tan sólo / pasar al otro lado”.

Poesía, al cabo, que derrama honestidad, que riega de hondura lo propio y lo ajeno, que alumbra y acaricia la pureza de la vida:

Alegría, tú, que a oscuras conoces
las entrañas del que ama, del que ríe, la llama
del fuego fértil que arde en torno y nos une
como nunca. Que tienes,
el poder de la gracia, la gracia del niño
que nos mira sin peso, sin porqué
ni por cuánto, con sus ojos de luz
que renueva.

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