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‘Sumergirse en el naufragio’, de Adrienne Rich

RICARDO MARTÍNEZ.

La poesía tiene, por lo común, un grado de proximidad al lector que la hace más inexcusable como texto a la vez que, diríamos, también es cierto que acaso la expone a una crítica más directa e intencionada.

Ahora bien, cuando la autora escribe (o sabe escribir, o siente al escribir) versos como: “Con el haz de mi lámpara/ acaricio lentamente el flanco/ de algo más permanente/ que los peces o las algas” demuestra un grado de sensibilidad, de transposición de la realidad real a una realidad soñada que, de un modo ingenuo y convincente, es capaz de trasladar al lector a un mundo que, sin negar en momento alguno la realidad real, transforma ésta hasta conseguir un grado de aprecio o aceptación que supera cualquier sospecha innecesaria o infeliz.

Bien, esa es también, todo lector lo sabe, esa es una de las funciones teóricas que la poesía ejerce, como efecto benefactor, sobre la voluntad de aquel que, atendiendo al discurso interior –el verdadero- de las palabras y sus significados, coopera a una suerte de armonía respecto del paisaje que nos envuelve, del sentimiento de conciliación que cada uno de nosotros, en el fondo, espera y desea.

Y considero que no está lejos de esta interpretación otro pasaje igualmente significativo donde la poeta, alude a un estado de sí propia –otra manera de hablarle al oído al lector- cuando declama o canta: “Si estoy sola/ debe de tratarse de la soledad/ de despertarse la primera, de respirar/ el primer aliento frío del alba sobre la ciudad,/ de ser la única en vela/ en una casa envuelta en sueño” Y qué mejor mensaje, más conciliador, que la aceptación de sí al tiempo que lo hace del paisaje propio y, por extensión, al avatar que supone el vivir sin recelo o miedo, sino como acomodo y aprecio.

El libro tiene algo de ‘monólogo dual’, aunque la expresión resulte sorprendente. La poeta vive interiormente no solo el ser físico, real, de las cosas –haciendo un delicado hincapié en los matices- sino también el significado que cada uno de esos matices observados-pensados exhala. Lo que al tiempo constituye, hace bueno su discurso, su decir, como una forma de compañía no solamente aceptable, sino, por qué no, deseable.

Una lectura, pues, que, al modo de una planta, no solo se asocia a una interpretación positiva de participación, sino incluso de constatación de que lo que se siente está vivo, es real, y su raíz posee el alimento para seguir siendo referente de una forma de armonía, de una forma de belleza.

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