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‘El club del tigre blanco’, de Dolors Fernández

JOSÉ LUIS MUÑOZ.

Andamos huérfanos de literatura rompedora e iconoclasta en unos tiempos en los que todo el mundo tiene la piel muy fina y algunos escritores (por fortuna no todos) se la tienen que coger con papel de fumar a la hora de escribir. Estamos en un mundo tan desnortado que algunos talibanes de la izquierda podrían ir de la mano de la ultraderecha en según qué cuestiones. Esa Internacional Censoril, que incluye a los que abogan por lo políticamente correcto, no sé qué le habrían dicho a Vladimir Nabokov tras escribir Lolita o a Nagisha Oshima tras filmar El imperio de los sentidos. El espíritu libertario y rompedor de todas las convenciones que supuso el estallido del mayo de 68 se ha ido diluyendo en la pila bautismal de los meapilas. El coño de El origen del mundo de Gustave Courbet no puede ser ya portada de ningún libro, las revistas eróticas han desaparecido y lo mismo sucedió con las colecciones literarias eróticas que tenían algunas prestigiosas editoriales que pasaron a mejor vida. La pornografía de Internet, esos vídeos de cópula entre mamíferos de dos patas, es otra historia, más cercana a la zoología. Enseñar una teta, o una polla, supone herir la sensibilidad del multimillonario Zukerberg al mismo tiempo que los talibanes de cierta izquierda, que mi amigo el Filósofo Rojo tacha de Arco Iris, lo señalarían como cosificación del cuerpo. Velázquez, Rubens, Tiziano, Goya, Miguel Ángel, Modigliani, Egon Schiele fueron también grandes cosificadores del cuerpo humano. A Dios gracias.

Toda esta perorata, oportuna, viene a raíz de hablar de la primera novela, que no será la última, de Dolors Fernández, escritora cosecha del 68 (ese año, y el siguiente, dieron fantásticas añadas) que parece reivindicar su año de nacimiento, y todo lo que conlleva, con un libro tan divertido y provocativo como literario. El club del tigre blanco me ha llevado, mientras me adentraba en sus páginas,  al espíritu de los surrealistas franceses, a La historia del ojo de Georges Bataille o Las once mil vergas de Guillaume Apollinaire, los últimos grandes transgresores literarios, y también a la novela picaresca del Siglo de Oro, porque por entre sus líneas pulula un ejército de pillos de diversa calaña y sexo.

Surge la novela de un viaje a Tailandia (país muy literario en el que el escritor puede inspirarse si no se ahoga en su propio sudor) y todo gira en torno a la posesión de un potente afrodisíaco que se obtiene de los testículos del tigre blanco, especie felina en desaparición. El sexo lo lubrica todo en Bangkok, solo hace falta descubrir su punto G. Una verdad innegable que los que hayan estado en esa ciudad pueden corroborar. Describe la autora el caos de una ciudad que se ama y odia al mismo tiempo porque no te da respiro para reflexionar fríamente sobre ella: Solía mirar hacia arriba, y durante algunos segundos me concentraba en el reto de cables que recubría los edificios. Y la sorprendente forma combada que dibujaban en el aire, suspendidos entre fachadas. Y de ahí, nuevo salto al vacío. La responsabilidad era de las compañías de suministro eléctrico y telefónico, modernos trapecistas en busca de puntos de apoyo.

Bangkok es una ciudad que engulle al viajero pese a ser tan ruidosa como mugrienta, Oriente posee tal poder de fascinación hacia el occidental que éste se queda prendado hasta de lo más feo y cutre que recubre con una patina de exotismo que, fotografiado, queda como bonita postal: Mientras nos conducían por un montón de pasillos descoloridos que terminaban en otro montón de puertas desconchadas, pensé en lo fácil que sería perderse allí. Y cuándo creías que ya habías llegado, atravesadas un cuarto, al final del cual te aguardaba otra puerta igual de cochambrosa, que desembocaba en algún patio mugriento.

Entre polvos mercenarios, espectáculos eróticos con plátanos que desaparecen en vaginas y persecuciones entre mafiosos deseosos de hacerse con esa valiosa sustancia afrodisíaca, transcurre esta novela protagonizada por Azucena, una turista accidental, Packpao, una prostituta contorsionista de la Patpong Road, la calle de la perdición sexual de Bangkok (Packpao, sonriente, con su cabello negro, su moño alto, sus facciones aniñadas. Sus pechos, tan ligeros como los de una muñeca thai, bastaban para estimular mi imaginación y mi pene no tardaba en desperezarse. Era el comienzo. La pequeña Packpao, que sabía controlar mis reacciones involuntarias, se entretenía en mi vientre, en las ingles. Para entonces mi erección era brutal. Solo era capaz de sentir que aquel órgano era el más mío que nunca, y que ese era un verdadero lugar en el mundo… ), un tal Crocodrile, no Cocodrile ni Cocodrilo Dundee, con aspecto de repugnante lagarto, un Fantasma de la Ópera, un tailandés diminuto llamado Pip y unos malayos violentos. El club del tigre blanco (Gaspar & Rimbau, 2020) es una novela coral cuyos personajes estrambóticos e hiperbólicos cuentan su historia a su manera y Dolors Fernández juega hábilmente con los distintos ángulos narrativos, las voces, uno de los puntos fuertes de la novela.

Abundan las descripciones para situar al lector en ese dulce infierno que es Tailandia, con referencia a los olores fuertes y a su rica gastronomía picante que invade las calles, porque en las calles es donde se vive. Soi Cowboy es como cualquier otra calle estrecha de Bangkok, solo que aquí las aceras están flanqueadas de clubes y de chicas en ropa interior en puestos de comida en donde se asan mazorcas o pinchos de carne, y se cuece arroz pegajoso. Y el sexo es omnipresente en la novela como en la ciudad, porque ningún relato que tenga lugar en ella puede prescindir de él: No podía moverme porque el malayo me sujetaba con fuerza por las caderas. Mi cuerpo menudo en sus manos era un maniquí sin voluntad, y él entraba y salía, palpitante, caliente, igual que una espada al rojo vivo.

Dice en su autobiografía Dolors Fernández que creció, además de entre lecturas de Jack London y Julio Verne, entre cómics. Se nota. La novela tiene muchas veces textura de historieta alocada y el erotismo, mucho, explícito, como tiene que ser, de los cómics transgresores, porque la autora es partidaria del verbo mostrar frente al insinuar de la banda de los de lo políticamente correcto: Por debajo del bikini emergía en toda su redondez la verdadera fuente de la vida, generosa y turgente. Luego le bajó la braga y empezó a lamerle el coño. Maki y yo tuvimos una erección de caballo. A medida que la de blanco empezaba a gemir, nuestras pollas reclamaban lo suyo, más tiesas que el mástil de un barco pirata. Fue como el cibersexo pero en directo. Cuando la de blanco se corrió, yo me corrí a la vez. Sin mediar manipulación. Cosas que pasan. Abundan, también,  las referencias culturales, los guiños cinematográficos (Pulp fiction) pero tambien los literarios: Tanto Dickens, Shakespeare y Poe, entre otros muchos, me han dejado demasiadas secuelas. Y toda esa ensalada literaria salpimentada con un humor irreverente que estalla desde la primera página, y ese, el del humor, es un género aún más arriesgado que el erótico.

El club del tigre blanco es un divertimento muy inteligente, una obra que encajaría a la perfección en esa colección dirigida por Luis García Berlanga y presumía de que sus libros se leían con una sola mano, pero también una obra literaria más que notable que bebe de muchos géneros (erótico, humorístico, negro, de aventuras) escrita con exquisitez y que no cae jamás en la vulgaridad haciendo funambulismo por ese cable delgado que separa la pornografía del erotismo. Para disfrutarla sin complejos.

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