Entrevista a Manuel Martínez Forega

El viaje exterior (Ensayos censores,V )

Manuel Martínez Forega

Editorial Pregunta

Zaragoza 2021     220 páginas

 

ENTREVISTA A MANUEL MARTÍNEZ FOREGA

 

Por Íñigo Linaje

 

Si hay dos palabras que definen el trabajo del poeta y ensayista Manuel Martínez Forega son estas: rigor y conocimiento. A ellas habría que añadir una mirada educada en el lenguaje y una extraordinaria capacidad de análisis, que lo mismo le permiten profundizar en una obra de arte que cuestionar las verdades a medias de la realidad social y política. Si pocos autores escriben con su misma erudición y enjundia, menos aún bucean en las lecturas con la precisión que él lo hace. Nacido en Molina de Aragón (Guadalajara) en 1952, aunque afincado desde su infancia en Zaragoza, Manuel Martínez Forega -filólogo y exempleado del CSIC- ha traducido, entre otros, a Vladimir Holan y Paul Valéry y ha publicado once poemarios, entre ellos Cuerpo de la edad y Ademenos. También libros de contenido autobiográfico que trascienden las barreras genéricas, como Litiasis. A estos trabajos se suma su labor como editor de revistas y colecciones poéticas, amén de una actividad académica que le ha llevado a impulsar encuentros y talleres literarios dentro y fuera de Aragón.

Hace un año exactamente, este hombre entrañable de mirada penetrante y risa contagiosa, apasionado interlocutor que encuentra en el diálogo con los demás una de las formas más excelsas de conocimiento, publicó el cuarto volumen de sus ensayos censores, una obra en marcha que, bajo el título El viaje exterior, recopila una selección de conferencias y artículos de prensa en las que hace honor al primer verso de su último poemario: Escribo para pensar. Ahora llega a las librerías el quinto tomo de esta obra instructiva y aleccionadora que ha vuelto a editar, con su delicadeza habitual, el sello Pregunta. La salida del libro propicia una conversación en la que el escritor revela certezas e inquietudes y ofrece su visión particular sobre temas tan variados como la crítica literaria, las servidumbres del periodismo o la sociedad en que vivimos.

 

-La variedad de materiales recogidos en El viaje exterior, que va de la reseña literaria al ensayo pasando por la reflexión política o sociológica, hacen del libro un todo misceláneo. ¿Qué hilo común une los materiales expuestos?

No he seguido un hilo temático, sino un criterio cronológico, más aséptico y quizá más interesante desde la perspectiva del análisis estilístico, de modo que la diacronía revele –si los hay- los cambios de registro, las variantes formales en la manera de decir.

-Usted combina en sus ensayos técnica y claridad expositiva. ¿Cuál de las dos es más importante para que el lector tenga un acceso directo al texto?

La técnica debe prevalecer sobre cualquier otro criterio. Ésta responde a un ‘estilo’, que es lo que de verdad singulariza cualquier género literario (y la crítica literaria lo es). La claridad expositiva es de atribución ajena; sin embargo, se supone que el escritor, cualquiera que sea el género que le atañe, escribe para un lector, y el lector es alguien al que se le debe mucho respeto; pero, sobre todo, se le debe mucho respeto a su inteligencia. Es muy sospechoso que algunos jefes de redacción de las páginas de cultura de determinados diarios soliciten al reseñista ‘rebajar’ el nivel del lenguaje (circunstancia que nunca llegué a entender en cuanto que la lengua castellana dispone de un repertorio de más de 90.000 temas y, por ende, todos son susceptibles de uso). Semejante exigencia sólo puede denunciar dos cosas: el propio prejuicio del jefe de redacción o la impertinente presunción de que el lector no tiene el nivel de comprensión adecuado. Las deducciones son inmediatas: es probable que sea el diario el que no tenga ese ‘nivel’ o bien se está despreciando la inteligencia de los lectores. Antonio Machado aseguraba que el único que no entiende es el que dice que el pueblo no entiende. Respondía así a un periodista que tachaba a Machado (¡a Machado!) de utilizar un lenguaje demasiado elevado.

-¿Quiénes han sido y son en la actualidad sus referentes en el campo de la crítica?

No podría escoger. Y más que críticos propiamente dichos, me han seducido ensayistas por los que –casi imperativamente- se desliza siempre un tono exegético. En este sentido, lo han sido (y lo son) nombres como Walter Benjamin, Roland Barthes, Remo Bodei, Maurice Blanchot o Georges Steiner. A veces, incluso una breve y acotada reflexión de un autor ha supuesto para mí una gran revelación que ha determinado echar otras miradas a los textos o mirarlos de otra manera. Es el caso de Edmond Jabès y sus análisis sobre el silencio que anida en los espacios en blanco de la escritura. También la afirmación de Octavio Paz sobre el paso del tiempo (en realidad, nuestro paso por el tiempo), Borges y su idea del libro infinito. En fin, Todorov y su acertada reflexión sobre el peligro que acecha a la literatura. Todos ellos son maestros de los que no dejo de aprender. Sin embargo, me decepcionó Stephen Vizinczey, muy atento a la literatura norteuropea y nada a la trascendental influencia que tuvo en ella el barroco español. Me refiero a su celebrado libro Verdad y mentiras en la literatura, que yo no celebro tan entusiásticamente.

-Uno lee los suplementos literarios de los grandes periódicos de este país y, en muchos casos (por supuesto, hay excepciones) encuentra una superficialidad escandalosa. ¿Se ha convertido hoy en día la crítica literaria en un ejercicio de marketing, en simple publicidad interesada?

Cualquier propuesta crítica sobre un texto es el resultado de su lectura. Esta perogrullesca afirmación se sustenta en dos razones: una, porque no siempre resulta ser así, pues más de una vez nos hemos encontrado con redacciones críticas sobre un libro que nada decían del libro. Hay gente atrevida por ahí que elabora plantillas exegéticas capaces de adaptarse a un género o a varios y las aplican a cualquier variante, es decir, lo mismo sirven para un roto que para un descosido. Quizá esto se deba a que la poesía escrita durante los últimos veinte años en España no necesite de más, siendo así de famélica en su diversidad y adornándose de reiteraciones hasta caer en el abismo de la analogía, indistinta, pero brutalmente mediática. Hoy casi da lo mismo leer a Perico de los Palotes que a Pero Grullo. La segunda razón que pretende avalar mi parecer es la convicción de que la crítica literaria hace ya unos años que ha perdido casi todo su prestigio; se encuentra anudada, hecha un bucle en torno a un mástil donde se despliega viento en popa la vela de la mediación y de las imposiciones de los grupos de intereses. Los textos se hacinan en el tinelo donde se cuecen y da lo mismo sacar un pliego que otro: todos tienen el mismo corte y patrón, aunque su rúbrica sea diferente.

La mayoría de los artículos recogidos en El viaje exterior analiza la obra de poetas contemporáneos, especialmente del ámbito aragonés. Sin embargo, las disquisiciones de Manuel M. Forega trascienden muchas veces lo meramente literario para adentrarse en los terrenos de la política o la sociología. Por ejemplo, el comentario sobre un libro de Pablo Lorente le lleva a cuestionar el papel de los medios audiovisuales en las sociedades modernas. Y un ensayo de Joan Subirats a abordar temas de actualidad tan candentes como la pobreza y la exclusión social. En El viaje exterior, además de crítica literaria, hay reflexiones pedagógicas, estudios sobre la instrumentalización del lenguaje, perfiles de pensadores como Bergson o Émile Durkheim y juicios como este: “Toda la estrategia expansiva del modelo económico liberal precisa de un soporte: la información. Una información al servicio de la expansión del capital y de sus incontestables bondades”.

-Un artículo mediocre, ¿es un indicio de la poca enjundia de los libros que se reseñan o del mal hacer del periodista?

A veces, ambos se unen; pero creo que, en uno y otro, subyace la progresiva aniquilación de la enseñanza de las humanidades. Los programas educativos van creando paulatinamente seres irreflexivos y falsamente pragmáticos; seres formados para ser productivos desde el punto de vista económico. El plan Bolonia es esto: lo que la empresa demande, no lo que la sociedad civilizada necesita. En ese plan, política y empresa van de la mano; se trata de un intercambio de intereses y de beneficios en favor de la explotación de la fuerza de trabajo, por un lado, y, por otro, de la capacidad intelectual dirigida hacia objetivos estratégicos de empresa, de economía de mercado, de capital… Y sabemos que al mercado el ser humano no le ha interesado nunca sino como entidad productiva o consumidora. Así, pues, la incógnita está resuelta. Citaba antes a Todorov: él advierte precisamente de esto. La crítica también está tocada de esa deficiencia porque los cuadros docentes vienen formándose en esa deficiencia y los cuadros discentes vienen educándose en esa deficiencia. La responsabilidad de esta situación recae exclusivamente en el programador, en el político programador, en los Gobiernos que elaboran y aprueban leyes educativas contra la educación del espíritu crítico y del pensamiento autónomo.

-A juzgar por sus aseveraciones, usted defiende un uso normativo de la lengua. ¿Qué ha perdido el ser humano con la masificación en el uso de las redes, algo que es producto de una obsesión patológica por lo inmediato y que, más que a reflexionar y profundizar en una materia, nos lleva a una cultura de usar y tirar?

Todo código lingüístico (la lengua de una comunidad de hablantes) necesita una koiné; es decir, un modelo reconocible no autoritario, pero si corrector. La diacronía nos muestra que en la evolución de la norma el hablante siempre ha tenido razón, y así seguirá siendo. Sin embargo, creo que es necesario advertir que hasta el siglo XVII no hubo un canon más o menos pactado de uso lingüístico del español. El Diccionario de autoridades fue el primer intento plausible, pues la Gramática de Nebrija perseguía sobre todo servir de modelo para aprender latín antes que constituirse en manual de aprendizaje del español. Antes del XVII, no existía ningún órgano corrector del uso y el 90 % de la población era analfabeto. El hablante usaba la lengua como le venía en gana e incluso el escritor escribía como le parecía, sin pauta. Hoy, ocurre todo lo contrario: existe un órgano corrector y el 100 % de la población está alfabetizada. La Academia debe necesariamente recoger las variaciones lingüísticas de nuestro código, pero no apresurarse y, por supuesto, no sancionar el error, que es lo que vino observándose durante la última etapa de Darío Villanueva como director. Baste el ejemplo de admitir el uso de ‘iros’ como imperativo (conviviente con el correcto ‘idos’), pero no admitirlo con el resto de formas verbales similares. Si se admite iros debe hacerse lo mismo con ‘sentaros’, ‘fijaros’, ‘volveros’, etc.; sin embargo, la Academia dice que estas formas no son correctas. La lengua viene sufriendo hace años un deterioro notable y una invasión innecesaria de barbarismos sobre lo que es necesario pararse y reflexionar. A mí me parece que, hoy por hoy, pocos son conscientes de la magnitud de este problema, que empieza en las primeras etapas de aprendizaje y va agravándose durante todo el período de formación hasta el acceso a la universidad, medio en el que se evidencia con mucho más contraste y claridad.

Sea como fuere, las herramientas reticulares nos proporcionan tantos beneficios como perjuicios. La gran aportación de esas herramientas ha sido, a mi modo de ver, convertir al tradicional receptor de información en emisor. A partir de aquí, la información ya no es capitalizada por los media convencionales ni demás fuentes de información disciplinar. Creo que, muy resumidamente, este cambio ha sido muy beneficioso. Pero, claro, venía aparejado con su Némesis: la profusión de información, el caos de las fuentes, la absoluta falta de autocrítica y la proliferación de mensajes, todo lo cual impide acudir a los soportes tecnológicos con la imperativa reflexión… Lo que, por contra, produce esta situación es un alto grado de ansiedad, de fatiga nerviosa y no poca desesperación que aniquila la disciplina y prácticamente incapacita la selección, además de atentar con muchísima frecuencia contra la morfología de los mensajes.

 -Esta desidia en la utilización correcta de la lengua, además de un evidente empobrecimiento cultural, ¿qué supone para una sociedad? ¿Qué esconde debajo? Lógicamente, esto nos hace más manipulables como personas…

La literatura (‘la de verdad’) –vaticinó Carlos Fuentes- terminará siendo un asunto para diletantes, como la ópera. Habrá que pagar para leer o escuchar buena literatura y se hará en recintos cerrados para un público escogido. El común de las personas no llegará a comprender ni el significante ni el significado de la palabra literatura. Ésta es la previsión más agorera, pero no está exenta de cierta verdad en el sentido de que la literatura se construye con palabras, obviedad que es necesario explicar de inmediato, en cuanto que la palabra está siendo agredida impunemente: no sólo la desidia formal, sino también una semántica espuria ha llegado a tomar carta de naturaleza en obras que reciben con no poca generosidad (con gratuidad, sería mejor decir) el nihil obstat “literario”. Haría falta, creo yo, un pacto de la crítica que dijera las cosas como son, pero sabemos que los grandes grupos mediáticos copan también las marcas editoriales. Es muy difícil.

Por otra parte, asistimos un día sí y otro también a una impertinente politización del lenguaje, de manera que la semántica de la información la monopoliza el mensaje político. Es lo mismo que ocurría con la aristocracia a lo largo de la historia, clase a la que ha sustituido la actual clase política, con sus mismos privilegios. Decía Arthur Schopenhauer que el Estado es la obra maestra del egoísmo inteligente y razonado, así que no es de extrañar que esa entidad abstracta que es el Estado elabore leyes concretas para defender su egoísmo. Las leyes educativas y los presupuestos destinados a cultura e investigación son el modelo ejemplar de esa defensa: suprimir la capacidad crítica de los administrados y, como decía antes, cercenar la independencia de pensamiento de sus ciudadanos.

-Escribe en su anterior colección de ensayos que géneros como la poesía sufren hoy un centralismo que es consecuencia de un diseño político e intelectual que ha instaurado una cultura normalizada. ¿Normalizar es sinónimo siempre de vulgarizar? ¿Hay dentro de esa cultura normalizada voces valiosas?

En efecto: hasta más o menos la década de los 80, la poesía era un género que brotaba como lo hacía secularmente; es decir, en cualquier parte del territorio. La Transición política española fue concediendo diferentes privilegios a distintos territorios que llamó “históricos”, los cuales (en su más alta versión onfálica) coincidían con el actual triángulo normalizador que capitaliza (por mor de un diseño previo) el interés social de España: Madrid, Cataluña y el País Vasco. Desde ese momento fue difundiéndose invariablemente la ‘calidad’, la ‘importancia’, la ‘trascendencia’… de todas las actividades sociales, profesionales, artísticas, etc., asociadas a esos territorios. Por ejemplo, los gentilicios ‘madrileño’, ‘catalán’ y ‘vasco’ han llegado a constituir ya un plus precedente a la validez de todos esos caracteres espuriamente selectivos, de manera que han constituido ya la norma. Se han erigido en hipotéticos modelos cuyo fundamento es algo tan simple y falso como su naturaleza gentil, lo cual, en gran medida, vulgariza no sólo el interés y la bondad de la poesía, sino el de cualquiera otra actividad cuyo cimiento sea el mero origen territorial. Cuando me refiero a este asunto en estos términos, suelo escuchar que estoy sacando los pies del tiesto, que exagero. Sin embargo, suelo responder que se reflexione sobre cuántas ocasiones alguien ha escuchado o leído el gentilicio manchego, leonés, asturiano, aragonés frente a los otros tres que cito en la información de carácter general y en la de carácter especializado. Esto es centralizar y es un método ya antiguo de colonización de las conciencias. Si se hiciera una estadística, mi apreciación no ofrecería dudas. Dentro de esta “normalización” hay voces valiosas, claro que sí; pero es que las hay tanto o más en el resto de un país que ha sido tragado por el triángulo de las Bermudas formado por esos tres vértices.

-Uno de los ensayos centrales de El viaje exterior se titula “Exclusión social”. Hay en él una crítica vehemente a los tiempos que vivimos: a la locura tecnológica, a la sociedad de la (des)información y a la vacuidad de los discursos políticos, amén de una denuncia de ese sucedáneo de la democracia que el Poder quiere vendernos a toda costa. ¿Es la literatura uno de los pocos reductos que le quedan al ser humano para expresar su indignación ante las tropelías del presente?

Afirmaba antes (lo hago en público y en privado y siempre que puedo) que la clase política ha sustituido a la antigua aristocracia. No sólo eso, sino que la imita en las formas, en el boato y en el lenguaje chamánico. Nada escapa a su absorción y a sus leyes, que es la primera en incumplir o en modificar en su propio beneficio. La burguesía ha ocupado por fin las democracias parlamentarias, cuyas mayorías terminan no siéndolo y cuyo modelo se ha sancionado como el único posible. Francis Fukuyama lo dijo en su Fin de la historia y el último hombre. El muro de Berlín y lo que de poder disuasorio para la usura y voracidad capitalista representaba había caído tres años antes de que Fukuyama afirmara semejante sandez formulándola, más o menos, así: la historia del hombre como combate entre ideologías ha terminado para dar paso a unas sociedades fundadas en la política que promueve y ejecuta la economía de libre mercado. Pero resulta que la historia no gira en un solo sentido, sino en todos, en vaivenes, y la prueba más dura la estamos viviendo en este mismo instante con la invasión de Ucrania por una de esas vehementes consecuencias de la afirmación de Fukuyama: Vladimír Putin es el efecto lógico de semejante causa, de semejante estímulo.

Por lo demás, la historia literaria ha coincidido armónicamente con la social -en España y en el mundo- precisamente cuando el escritor sentía que había llegado el momento de decir la verdad. La crisis del imperio de los Austrias nos proporcionó nombres como Góngora y Quevedo; la crisis bélica napoleónica, nos dejó a Larra, a Espronceda; la crisis político-social finisecular del XIX, el Regeneracionismo y todos sus ilustres. En fin, en Europa la crisis de 1918 nos regaló las vanguardias y el art decó; y la del 45, el existencialismo de Sartre, de Malreaux, de Garaudy, de Camus (aunque ya antes lo propugnara nuestro León Felipe, pero, claro, era español y no francés).

Confiemos en que esta crisis nos proporcione movimientos como los citados porque eso significará que nuestra literatura ha mejorado ostensiblemente. No perdamos la esperanza.

 

 

 

 

 

 

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