«Los campos de la tarde», de Jesús Tortajada
No todo está ya escrito
Por Agustín María García López.
En su eterno vaivén, los trenes nunca aciertan a detenerse más allá de unos puntos suspensivos…: «han marcado la vía del destino / y anuncian ya la hora de salida»; en su eterno vaivén, el mar no da cuartel a las flores mustias de las despedidas: «¡Oh, mar!, solo me ganan / tus olas cuando rompen y se acercan»; en su eterno vaivén de luces desoladas, el bosque nunca se hurta a sus hondos abismos. En el último poemario de Jesús Tortajada, Los campos de la tarde (Sevilla, Anantes, 2022), la leve perspectiva de lo efímero dibuja la cartografía descabalada de unos tiempos que huyen.
El poeta ha escuchado la eterna cantinela: «todo está ya escrito». Y si es que todo estuviera ya escrito, se pregunta si no «será mejor permanecer ajeno / y ausente, como el árbol que se nutre / de un venero profundo e invisible». Sin embargo, no es fácil renunciar a la palabra; el propio libro se convierte así en un doliente contrasentido. Si el papel queda exangüe, si el tintero se vuelca y la tinta se seca, si se tronzan los lápices, si el amor —que los necesita, para serlo— no puede fabularse y confabularse, y si no logra volverse en «amor constante más allá de la muerte», ¿tendría sentido el quiebro inacabable de la vida? En las propias palabras del poeta: «y si al fin pongo tierra de por medio, / perdiendo todo: ritmo, acento…, el verso / desaparece de mi vida (esquivo / y caprichoso, a la intemperie espera / sentado, sin que nadie ahora lo busque / o lo recoja) / y ya no vuelve. Entonces, / dímelo, amor, ¿me seguirás queriendo?».
El poeta, como Antonio Machado, «hace camino al andar» por los campos de oro perdidizo de la tarde. El corazón, y con el corazón la memoria, se hospeda en el caravasar de un cuerpo con vocación y modos de hojarasca: «Camina el corazón a ras del pecho, / a través de la zarza y el espino / se abre paso latiendo y no desmaya, / asido a un hueco solo se sostiene / […] Entera pasa / mi vida por la tierra, entre hojas secas / se esparce la memoria mientras ando». Como en los mejores poemas modernistas, «Los campos de la tarde» pone ante nuestros ojos una teoría luminosa de símbolos vivos: «frondosas inquietudes» y «dudas» que se mecen «con la brisa». La soledad y el silencio se esmaltan de colores, «y hay rocas esparcidas —o son sueños— como trozos de pan que se olvidaron»: alimentos terrestres, que diría André Gide. Ante el crepúsculo, «un revuelo de pétalos caídos» señala el laberinto que ahora entreabre sus puertas al misterio. El poeta comulga con la naturaleza, bajo la forma de «una pequeña hoja que ha venido / humilde hasta mis manos». Los abismos se han plenificado de luz. Y en esa luz, «aquí, enraizando, voy creciendo al filo, / al borde mismo de la sierra eterna».
Los campos de la tarde es asimismo un rico muestrario de sabias formas métricas. Un extracto precioso de este laboratorio es el romance titulado «Hatillo de aliento». Cuando los filósofos presocráticos buscaron el arjé o principio que diese cuenta y razón de todo lo que hay, y Tales supuso que era el agua, y Heráclito pensó que se trataba del fuego, y Anaximandro creyó que era el apeiron o lo indeterminado, Anaxímenes consideró que era el pneuma, el aliento. El aliento —que adquiere de manera sensible la forma del viento o de la respiración— es la concreción de rṭa, del ritmo universal, que se materializa en figura de metro octosilábico en la poesía popular, lo que no debiera causarnos extrañeza si tenemos en cuenta que solemos detenernos para respirar cada vez que pronunciamos un sintonema de ocho sílabas. Llevando consigo este «Hatillo de aliento», y sin renunciar a abrir la caja de Pandora, el poeta —tratando de vencer la amenaza del tiempo— se propone permanecer siempre alerta: «Escribiré para siempre / con la tinta del invierno, / con la espesa pesadumbre / que es vivir de los recuerdos. / Aunque se cierren los ojos, / sigue el corazón abierto».
Convendría ahora traer a colación una rima olvidada de Bécquer que se conserva en el Museo de Artes Decorativas de Buenos Aires: «Lejos y entre los árboles / de la intrincada selva, / ¿no ves algo que brilla / y llora? Es una estrella. // Ya se la ve más próxima, / como a través de un tul / de una ermita en el pórtico / brillar. Es una luz. // De la carrera rápida / el término está aquí. // Desilusión. No es lámpara ni estrella / la luz que hemos seguido: es un candil». Con todo lo que ha llovido desde entonces, quizás los cautivos de la posverdad prefiramos hoy agarrarnos como a un clavo ardiendo a un candil semejante. Si a Bécquer le confortaba saber que aún le quedaban lágrimas, a nosotros nos consuela pensar en alguna lucecita que todavía pueda alumbrarnos: «En la única ventana que da al patio / he encontrado una lucecita eléctrica, / como si fuera de emergencia o una / débil brasa encendida y olvidada». El tizoncillo, pendiente ahora de todos nosotros, nos exhorta: «no te olvides / de que el alma ha de estar siempre encendida». Como el candil en la rima olvidada, la lucecilla del poema de Jesús Tortajada es también una luz humildísima que se apresta a tender puentes: «Ni siquiera podía imaginar / que, avanzando entre brumas y penumbras, / esa pequeña luz me atravesara. / Tengo que agradecerles a mis hijos, / que hayan sacado el rúter por el patio. / También yo he recibido la señal».
Una forma clásica de intentar conjurar el tiempo es jugar a engañarlo «no con una rosa», sino con azogue, para que se refleje en el espejo, que así es como se vuelven romas sus garras. El poeta, frente a su doble especular, es «el pobre que mendiga las miradas / finales de la noche». Cronos, por más que se quiera hacerle frente, nunca se resigna ni doblega: «En la ventana oigo a un perro ladrando sin descanso / —es el tiempo, que nunca pierde el tiempo—». Finalmente, conmina al espejo «a que siempre aceptes / esa vida que tienes por delante, / y es por tu bien pues, la verdad, ya no / dispongo de presencia que ofrecerte».
Otras veces, el poeta trata de ocultar en el papel el blanco impávido de la desolación, para que los grafemas vivificantes del amor penetren con el tono ocre de la luz amante: «Dejo una escasa luz que oculte el blanco / del papel cuando escribo, para que entre / el amor como por su propia casa».
Cuando yo era niño, mi padre, y más tarde mi hermano, estuvieron suscritos a los tomitos mensuales de las Selecciones de Reader’s Digest. Yo los leía tendido bajo el fresquito de las pilistras del patinillo. Siempre, como colofón de cada volumen, una voz —masculina o femenina— nos narraba sus vivencias en una sección titulada «Mi personaje inolvidable». Jesús Tortajada también tuvo un personaje inolvidable, y ese personaje inolvidable, que, por cierto, era todo un personaje, no era otro que su hermano, el poeta Vicente Tortajada. En una epístola lírica —de cool la califica su autor—, Jesús planta y renueva los arriates de la memoria, las glorietas de la remembranza, los jardines de la saudade: «Sé que estoy dando los primeros pasos / de tu recuerdo, soy pequeño en esto, / recién nacido. Tengo ahora apoyadas / las manos en la tierra para hallar / el equilibrio… // … Por la noche / me quedaré a estudiar contigo…, no, / he querido decir, voy a leer, / Vicen, toda la noche tus poemas». El personaje inolvidable toma cuerpo en el ritual de la lectura, ritual que revive la creación poética, que, con su metal de voz, como escribía Larrea, ilumina el silencio y lo preña de vida.
«Vivir en la penumbra», un hermoso poema de considerable extensión, bien cincelado y mejor bruñido, tiene por protagonista a un ciego, ciego «como Homero o como Belisario», en palabras de Valle-Inclán, o como Max Estrella, el heterónimo del sevillano Alejandro Sawa, de quien dijo Manuel Machado que «Jamás hombre más nacido / para el placer, fue al dolor / más derecho». El poeta da cuenta, como notario mayor no sé si de un escenario teatral o de una barbería, de las cuitas de Manué, el ciego, que se expone a la sorna tanto del barbero como de los desocupados parroquianos que van a dejarse tomar el pelo: «Manué, que es ciego y grande como un monte / —su perfil es de dos hombres pegados—, / y al abrirse la puerta oscureció / el escenario entero (aunque el otoño / ya ejercía de técnico de sombras / aquella tarde)». Ante las preguntas burlonas del concurso, el ciego les responde que ya está harto. Y les pregunta si han llamado a cierto programa de Canal Sur, para decirles lo solo que se encuentra: «que yo no aguanto más […] que necesito / una mujer que me acompañe siempre / y que me quiera de verdad, que estemos / juntos, mirando el uno por el otro…» Pese a las burlas de todos, la silueta del ciego se agiganta más y más: «Vivir en la penumbra, amada mía, / será dejar los ojos en el suelo / y por las grietas, entre los resquicios, / hallaremos la luz inusitada». Prendida de su solapa, podría llevar el ciego una rosa marchita, enamorada. El poeta, una vez que hubo abandonado la barbería —«tampoco sé, sinceramente, si / llegué a cortarme el pelo y ni siquiera / si le aboné al maestro su servicio»—, anduvo «embelesado por la calle, / latiendo como el que recibe un bien / que no esperaba».
Símbolo de toda metamorfosis, del tiempo que huye; hermano de las imágenes borrosas del espejo —Goethe nos hablaba de aquellos niños impertinentes que les daban la vuelta a los espejos para tratar de sorprender a las imágenes en su viva y real corporeidad—; símbolo, sí, de toda pérdida es el humo, el humo «igual que yo, / desvanecido (solo en apariencia, / nada más lejos de la realidad)». Amaga movimientos embusteros, «aparenta que avanza y que desciende / cuando acaricia el lomo de los libros, / igual que hacen mis ojos tantas veces». Movimientos de humo, miradas como volutas, que cosen las cosas como hilvanes transparentes y perdidos. El humo le pide el santo y seña a las palabras, y una vez las aduerme en sus entrañas las libra del vacío, niega la nada. Pero el humo, una vez que realiza su tarea, se abandona a su propia dilución, dejándoles su exlibris a las cosas: «Y observo, a contraluz, que muy despacio / se acerca a los cristales del balcón / (algo que hasta resulta cotidiano) /, para ir deshaciéndose del todo / y desaparecer, igual que yo».
El humo nos ha dibujado sus ideogramas en la volubilidad del aire, ha escrito los signos metamórficos del devenir sobre la piel del agua que se escapa de la frágil embozada de nuestras manos: tempus fugit. La poesía de Jesús Tortajada, en estos bellísimos campos de la tarde, nos invita, empero, al gozo fruitivo de la lectura, lectura que forma parte consubstancial de la propia vida: carpe diem.