‘Personajes desesperados’, Paula Foz
ALEJANDRO PRADA VÁZQUEZ.
La primera vez que escuché el nombre de Paula Fox fue en boca de Paul Auster. No recuerdo el contexto ni el motivo por el cuál la mencionaba (¿quizá porque vivía, como él, en Brooklyn desde hacía muchos años?) y tampoco cuánto tardé en dar con algún libro suyo. Sí recuerdo, sin embargo, que esa primera novela que cayó en mis manos fue Personajes desesperados. Este año, aficionado como soy a regalar libros a quien se los merece, encontré la edición que sacó Sexto Piso y, animado por el recuerdo, ya impreciso, que me había dejado la historia, decidí que sería un presente estimable: la prosa clara y a ratos lírica de Fox, además, engatusa con facilidad. Ahora, meses después de este fugaz reencuentro, años después de mi primer encuentro, me animé a volver a sus páginas para comprobar cómo habían cambiado o no las sensaciones y reflexiones que, al menos en potencia, contenía y podía desplegar dicho texto. ¿Si escribir es reescribir, leer no será releer? Por lo que a mí respecta, estoy convencido de ello.
En el prólogo que precede a la novela nos encontramos, de entrada, con la siguiente afirmación de Jonathan Franzen, quien lo firma: “En una primera lectura, Personajes desesperados es una novela de suspense”. Para sustentar esta opinión refiere la incertidumbre que surge de la acción ya icónica de la historia: un gato callejero muerde a Sophie Bentwood, figura central del relato, lo que conduce a una serie de preguntas, es decir, a un conglomerado de tensiones derivado de si el salvaje minino la ha podido infectar con el virus de la rabia o no: ¿morirá de dicha enfermedad o no le sucederá nada? ¿la tendrá o no la tendrá?, tal parece ser el núcleo, según Franzen, de dicho suspense. Ahora bien ¿es realmente consistente la interpretación del texto, incluso en una primera lectura, en dicha clave?
Desde mi punto de vista, no encuentro que la autora presente este incidente de una forma lo suficientemente intrigante como para querer sumirnos en una curiosidad auténtica por las consecuencias o no que tendrá dicha acción. Es más, creo que esta excesiva preocupación de la protagonista por si está o no infectada por el virus es una forma de mostrarnos una de las características de su propio ser, de sus rasgos psicológicos dominantes: ella es una mujer que constantemente duda y comete errores; en contraposición está su marido, que demuestra una personalidad más definida, simétrica, contenida, aunque, por supuesto, tiene también sus estilizadas grietas.
Desde el comienzo de la historia, desde su primer párrafo, nos encontramos con elementos que ubican al lector en un entorno familiar cálido, idílico, en el que predomina la pulsión por el buen gusto y en el que, asimismo, se exhibe la calidad de vida de los protagonistas con brevedad y maestría: el matrimonio formado por Sophie y Otto Bentwood se sienta a la mesa y uno piensa, ¿qué puede irle mal a esta pareja en semejantes condiciones? La descripción inicial, un bodegón luminoso y nutrido, da paso poco después a la sombra que proyecta el gato como elemento discordante (la adjetivación es clarificadora: pasamos en un abrir y cerrar de ojos de las “obras completas de Goethe” y el “reluciente canto de un secreter victoriano” a la cabeza “impúdica, grotesca” del gato) pues, como elemento externo, representa la intrusión de lo salvaje, de lo que no pertenece a ese recodo personal de civilización.
De aquí en adelante la novela se centra en la tensión irresuelta, pero que no impide por ello al matrimonio continuar unido, de la ya esbozada antítesis que se da entre Sophie y su marido Otto. Sabemos que algo no está bien, pero no lo identificamos. La personalidad de la primera es la que da el juego suficiente para que la novela pueda desarrollarse; la críptica estabilidad de él se presta a muchas lecturas. Por otro lado, la desesperada candidez de Sophie está en la raíz de su desconsuelo existencial: incluso cuando le muerde el gato, a pesar de tener ya cuarenta años y poder esperarse de ella alguna seriedad, es capaz de preguntarle a su marido, como si se tratase de una niña, lo siguiente: “Otto, ¿por qué me ha mordido? Lo estaba acariciando”. Esta disposición inocente de su espíritu resulta más sorprendente aún en cuanto confiesa a un tercero, como si no supiese que lo hace, que le ha sido infiel repetidas veces a su marido con uno de sus clientes (él es abogado), uno de los pocos que, además, le caía en gracia.
A medida que avanza la historia se van produciendo más acciones, pero sobre todo diálogos, pues es esta una novela en la que el parlamento va desenvolviendo los hechos. El resultado es un retablo que incluye a otras parejas y personajes sueltos, pero siempre marcados estos por las insatisfactorias relaciones sentimentales que han vivido. En Personajes desesperados todas las relaciones parecen hastiadas, llevadas a un límite de cinismo y soslayo que permite algunas inercias terribles, como esa constante propensión a estar al borde de la quiebra individual y colectiva; en esta novela todos los personajes viven como si nadie se soportase realmente. La infelicidad, el drama de Sophie al persistir en la contemplación de la futilidad de las cosas, sintiéndose, incluso, incapaz de trabajar, es la marca de su vida.
No creo equivocarme al apuntar que la desesperación de la protagonista es una desesperación que se sustenta en el hecho de evitar verse obligada a reconocer su propia mediocridad, algo que también estilan, en mayor o menor medida, el resto de los personajes. Todos viven agarrados a sus prejuicios, a sus insatisfacciones, como a una brújula. Es difícil empatizar con cualquiera de ellos: si el lector se detiene un poco a considerar lo leído, verá que ninguno decide enfrentarse a las cosas con madurez, pues, como no deja de suceder en la realidad del mundo que habitamos, muchas personas piensan que ser adulto es poco más que entregarse incansablemente al trabajo y ser capaz de ponerle los cuernos a su pareja sin que esta se entere, entre otros hitos. “Solo los seres vivos hacen daño”, comenta el narrador en un momento dado, y uno no deja de pensar que también lo hacen los muertos, incluso los que respiran y se traicionan a cualquier hora y con cualquier pretexto, como en este agrio y misterioso libro de Paula Fox. ¿Qué ha sucedido aquí?, se pregunta el lector de la obra. Y la única respuesta posible es la perplejidad.