‘Un hijo extranjero’, de Eduardo Berti
Un hijo extranjero
Eduardo Berti
Impedimenta
Madrid, 2022
130 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
La memoria como creadora de galaxias es una garantía de éxito. Dentro de ese receptáculo de la materia gris cabe toda la existencia de todos los seres. Incluso con lo que allí hemos llegado a aprender, podemos construir una idea de lo que es un año luz y multiplicarlo por cientos de miles, para así llegar hasta un rincón lejano que nos resultará, sencillamente, muy conocido. ¿Para qué irnos tan lejos si podemos ejecutar un viaje real en el que construyamos nuestra memoria, dándole forma a partir de otra memoria, de una memoria prestada?
Así es como Eduardo Berti (Buenos Aires, 1964) se embarca en un viaje a Rumanía, donde nació su padre, con intenciones de explicar incluso la memoria que ha heredado de él, con intención de hallar una explicación emocional sobre quién era su progenitor. A partir de fragmentos que funcionan como funciona nuestra memoria -a saltos, con asociaciones libres, digresiva, elusiva o concreta- teje un libro en el que se intenta conciliar lo que sale al paso con lo que creía que iba a salirle al paso. En realidad, apenas ocurre nada fuera del encuentro. Pero ese encuentro es suficiente, por su dicotomía entre lo sospechado y la realidad, como para generar dudas acerca de la identidad. Sin embargo, Berti no se plantea aturdirnos con ningún tipo de filosofía, con reflexiones o con una toma de posición moral. Su caso es tan único como universal: bien pudiera ser el nuestro o el de nuestro vecino. De hecho, la sencillez con la que lo trata nos da fe de ello.
No estamos frente a un autor que sea consciente de estar escribiendo un libro excepcional, sino con alguien que nos habla sobre él y deja a nuestro parecer emitir juicios. El valor está en haber sido lo bastante audaz como para emprender un viaje con sentido, en un tiempo en el que está sobrevalorado viajar por viajar. Llama la atención que el sentido del viaje venga bastante dictado por unas fotografías en blanco y negro en las que apenas se ven personas. Se trata de lugares vacíos, como si pretendiera darnos a entender que el camino que emprende, el que supone rellenar una memoria con una visita selectiva, careciera de fin: al otro lado no hay nadie. Queda, eso sí, lo que podamos inventar. Y el primer instrumento para la invención, todos lo sabemos, es la memoria, que supone más un tránsito que una meta.