Nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí
Mi infancia no son los recuerdos del patio de Sevilla que escribiera Antonio Machado, pero sí los de viajes atravesando los campos de Castilla para llegar a la luz y el olor del Mediterráneo donde, quizá, mi niñez siga jugando en sus playas. Son recuerdos de largos kilómetros acumulados en el asiento de atrás del coche, en aquella época en la que no tenían aire acondicionado y el viento entraba zumbando por ventanillas que subían y bajaban a golpe de manivela; cuando las autopistas eran minoría y se viajaba detrás de los camiones respirando con alivio al acelerar en los tramos con vía lenta; cuando el arcén avanzaba irregular, implacable y constantemente ,como la vida, y la música se escuchaba en cassettes a los que había que dar la vuelta.
Hace algún tiempo en ese lugar,
donde los montes se visten de espino
se oyó la voz de un poeta gritar
caminante no hay camino,
se hace camino al andar.
Cantaba Serrat de fondo, abriendo una nueva dimensión a la poesía de Machado que tan aséptica y fríamente se leía en el colegio, hablándonos de la futilidad del destino y la trascendencia escondida en cada paso de la vida. Desde entonces, el arranque de esa canción me provoca un estremecimiento de la cabeza a los pies, un abrazo cálido que revuelve y estruja la infancia perdida y derrotada por el paso del tiempo; un puñetazo en las entrañas que activa la conexión más profunda con las aristas importantes de la vida y el amor apasionado por los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón.
Así volvió a ocurrir en el primer concierto de la gira de despedida de Juan Manuel Serrat en Nueva York. De nuevo, un viaje por toda su discografía (esta vez sentado en un asiento de terciopelo rojo del icónico Teatro Beacon de la calle Broadway junto a otras tres mil personas) que supone, a la vez, el mío propio por todas esas canciones que me han acompañado en la infancia, la adolescencia, la juventud y lo siguen haciendo en esto que llaman madurez. Susurrándome emociones y contándome cosas diferentes en cada época porque, al fin y al cabo, esa es la esencia de las verdaderas obras de arte, tan llenas de detalles y significado que cada vez que uno vuelve a visitarlas, a contemplarlas, las relee o las escucha, siempre tienen cosas nuevas que decirnos… Cosas que no pueden matar ni el tiempo ni la ausencia porque su tren vendió boletas de ida y vuelta. Sí, son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas en un rincón, en un papel o en un cajón.
Como un ladrón que acecha detrás de la puerta, Serrat volvió a Nueva York, subiéndose a los escenarios por primera vez desde que comenzó la pandemia y comenzó a decirlos adiós (que no a la música, como aclaró) llevándonos de viaje por más de 50 años de música, poesía y vida. “Una canción de verdad es cuando la música habla y la letra canta. Cuando hay una historia”, dijo contándonos los entresijos de sus primeros encuentros con las historias y los personajes que pueblan su mundo musical: Merceditas, la del guardarropa, sin la que Curro el Palmo no puede entender su despertar; esos locos bajitos que hace tiempo que dejaron de joder con la pelota; Lucía y la más bella historia de amor y, por supuesto, Penélope con su bolso de piel marrón, sus zapatos de tacón y su vestido de domingo
A sus casi ochenta años, con envidiable energía y aún con la calidez inconfundible del timbre de su voz, Serrat empezó a decir adiós a la música en directo, agradeciéndonos al público por acudir a su cita quienes, si algo teníamos en común, era saber que aquel podía ser un gran día.
Llegará un momento cuando el jilguero no pueda cantar, cuando el poeta sea un peregrino, cuando de nada nos sirva rezar. Pero, entonces y ahora, cuando ya ni siquiera nos quede París, siempre puede ser un gran día porque nos quedará el tesoro de la música y la poesía del Nano que ,como le cantó su primo Sabina, siempre ha sido y será un lujo para el alma y el oído, un modo de vengarse del olvido.