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‘It’ o Juan Ceyles en su refugio de las palabras

ANTONIO ABAD.

It, más que una novela, es un trasunto de un exacerbado impulso literario para construir un laberinto de ensoñaciones, tormentos y delirios que se disocian de nuestra realidad bajo el caparazón de lo lingüístico. No es la primera vez que Juan Ceyles se enfrenta a los inopinados choques conceptuales y a las variaciones del azar como herramientas imprescindibles de su buen hacer.

Tanto en su la larga y exquisita trayectoria plástica, así como en sus poemas, se plasma una geometría onírica que hace que toda su obra se deslice hacia un marco irracional, tratando de abarcar al mismo tiempo el inalcanzable momento presente. Será el tiempo, por tanto, en toda su capacidad existencial, lo que moverá al personaje de It a plantearse todo un largo examen, no de la realidad que lo rodea, sino de la existencia que lo habita, porque It no es un simulacro de un ser viviente. Acaso un ego experimental que persigue la búsqueda de sí mismo sin otra dimensión histórica que el sentido y el sinsentido de todo lo que representa su existencia; puro solipsismo para justificar la coherencia de una obra que se plantea el mundo como una ambigüedad y desde la sabiduría de lo incierto.

A partir de un monólogo interior Juan Ceyles se incrusta en el personaje a través de los días que han sido, no solo aquellos que acaparan el sufrimiento, el dolor, el desequilibrio del alma, el factor familiar o los acontecidos prolijos y turbadores que le llevaron desde la más tierna infancia hasta los signos prematuros de una edad tardía, sino también todo lo que lo acerca a la posibilidad del conocimiento, la verdad y la belleza. De ahí, que el arte y la literatura serán para su alter ego el agua y la sed que lo redima del misterio del mundo, de la arbitrariedad del tiempo y de toda memoria confusa que deviene de cualquier ensoñación: la catarsis como exégesis de su propuesta narrativa.

It necesita, por eso, trascribirse en los otros, en Marc, en Quim, en Gema, que no son otra cosa que máscaras, habitantes igualmente de un paisaje apenas dibujado a lo largo de la narración, un paisaje por donde discurre una única voz y acaso anónimos viajeros que escasamente cruzan una acera, un camino, un cuarto vacío; que apenas otean el horizonte, la salida del sol o el espejo de la luna, como si la extemporaneidad le fuera necesaria al autor para excluir toda perturbación que no sea el abismo de la soledad o sus visiones irreales.

Dichos personajes están sin ser ciertos del todo: siluetas casi invisibles que a su vez se ignoran entre sí, porque solo It es el único que verdaderamente conduce el automóvil de la vida. Los demás son pasajeros mínimamente contemplados —excepto Mami— a los que deja fuera de su carretera abismal, como si viajara por un espacio vacío, como si la totalidad de la existencia de cada uno de ellos se acumulara en la suya.

It tiende a contemplarse esparcido en la multitud de sus recuerdos y vivencias, como el Ulises de Joyce o el Virgilio distópico de Hermann Broch. Su realidad no es falsa, porque la ficción no lo es, pero se rodea de un alambicado nihilismo lleno de rigor ético y de una dimensión ahistórica de la existencia. Rastrea el mundo y se encara a él con la habilidad de un entomólogo escudriñando la degradación de sus valores hasta percibirlo en un carnaval de disfraces, en una constelación de acontecimientos y vidas llegando a la conclusión de que serían necesarias varias vidas (Carlos Fuentes) para ser una sola persona. Por todo ello habrá que restituir el sutil sentido de los impulsos huidizos de las sensaciones pasajeras, de las reflexiones fragmentadas y hacer que intervenga lo ilógico y lo irracional.

Este contexto narrativo exige, como no podía ser de otro modo, de un hermetismo delirante. Liberarse del imperativo aparentemente ineluctable de la verosimilitud. En Juan Ceyles, como en Musil, la novela es una síntesis primordialmente intelectual, por eso It se construye a partir de un alambicado surrealismo que hace distorsionar las formas del lenguaje desde ciertos formulismos joycianos que favorecen el abigarramiento lexical, y unos campos semánticos bellamente construidos donde cada palabra (“palabra sobre palabra”, según Octavio Paz), ya sea poliédrica, racional o indescifrable se va encajando en un discurso, nunca sobrevenido, sino como una contundente reflexión del universo propio del autor.

Novela, pues, que hay que leer atentamente, lentamente, detenerse en cada uno de sus planos ilógicos o comprensibles, todos ellos —en la mayoría de los casos— con la pátina poética que los envuelve para ver el orden oculto que los sustenta y percibir el subterráneo aliento que fluye bajo sus páginas.

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