‘La literatura no es lugar para pobres’, de Sergio Chesán
La literatura no es lugar para pobres
Sergio Chesán
Piedra papel
Por Mario Amadas
A veces parece que basten una o dos preguntas para desmontar la falsedad de nuestro ecosistema cultural. Las preguntas, planteadas como arietes, nos pueden ayudar a entender cómo funcionan las relaciones de poder que potencian unas voces y desplazan otras, el ansia de aferrarse al lugar de privilegio, el funcionamiento interno de la cosa cultural. Sergio Chesán ha escrito un ensayo que yo no sé si da o no en el clavo principal de las cosas pero sin duda da en uno de ellos, en uno que explica las condiciones sociales, desiguales e injustas, desde las que accedemos a la cosa literaria (pero por extensión a la cultural), y cómo esa desigualdad determina, y en algunos casos atrofia, el desarrollo de los talentos que surgen en entornos precarizados.
“La literatura no es lugar para pobres”, editado por Piedra Papel Libros, pone el acento en varias cosas, no sólo en la literatura como espacio reservado para unos pocos. ¿Por qué no es lugar para pobres la literatura? Y ¿cómo son quienes sí tienen ese espacio reservado? ¿Por qué sigue reinando la novela como género mejor para explicarnos el mundo? Y los que opinan así, ¿será porque disponen del tiempo (libre) que inevitablemente requiere la escritura de ese género superior? Son preguntas.
Explicitemos, de todos modos: ¿de qué estamos hablando? Muy sencillo. De tener que combinar un trabajo a jornada completa (las 40 horas más lo que tardes en ir y volver más la hora de la comida), con las obligaciones diarias (todo lo que hay que pagar y todo el tiempo que te exige una vida independizada), con la asfixia de un sueldo insuficiente, y luego, sólo luego, cuando ya esté todo hecho y estés cansado o cansada, será cuando te puedas poner a teclear tu obra maestra. No antes. Hablamos de tener que escribir así o no tener que escribir así. Por eso creo que la aportación más importante de Chesán es hablar de las condiciones desde las que se accede al mundo cultural, y cómo esas condiciones, ese clasismo, determinan en buena medida el resultado de lo escrito. Porque no sólo es el tiempo que tienes sino la calidad de ese tiempo. Y el tiempo libre no es igual de libre para todos, claro, o, por decirlo con una expresión del autor sobre otro tema pero que se adecúa también a esto, “hacer cola es una marca de clase”, igual que tener tiempo es una marca de clase. La gran pregunta del autor, una de las más pertinentes que nos podemos hacer, es (y el ‘ellos’ al que se refiere es la gente que tiene poder):
“¿Quién puede permitirse ese sosiego del que hablan, ese trabajo constante, si, en un mundo cada vez más precarizado, las jornadas laborales interminables y la eterna angustia por no poder pagar el alquiler impiden el grado de dedicación que ellos mismos consideran indispensable?”.
En esa pregunta están el contexto desigual, el privilegio de clase y la clasificación jerárquica de los trabajos. No es lo mismo escribir esa novela total con tiempo libre y los gastos cubiertos a tener que escribirla en ese tiempo de desgaste y depresión que te deja el trabajo a jornada completa, infrapagado y desvitalizador, que nada tiene que ver con tus ilusiones, con tu vocación por la escritura. Leemos y escribimos peor de lo que podríamos porque llegamos exhaustos al oasis del tiempo libre. “La obra (…) está condicionada por la realidad en la que se inscribe”, escribe Chesán, y no sé si se puede decir mejor.
De lo que, en el fondo, está hablando, creo yo, es de una actitud, de ese clasismo que dota de prestigio a determinados trabajos y que favorece a ciertos colectivos; como reverso o negativo fotográfico, tenemos las condiciones del precariado, que te desdibujan del entorno hasta que ya no se te ve. A esas condiciones se enfrentan sólo algunos. No todos. Y ese clasismo vertebra toda una cosmovisión: la que desplaza del imaginario a quien tiene menos. Porque ese poco tiempo del que se dispone en la semana y esa extenuación que se arrastra día sí y día también no son porque sí: estás cansado o cansada porque trabajas mucho más de lo humanamente tolerable, de lo racionalmente eficaz, de lo estrictamente necesario, de lo justificable desde cualquier punto de vista, y es en ese tiempo roto en el que tienes que estimular las dotes de tu talento. Por eso no es lugar para pobres. Nunca lo ha sido.
Cierto: ese libro será bueno (o no tan bueno) en función del talento que lo alumbre. Y cierto también: quien tiene la necesidad de escribir, escribirá igual, cuando pueda, en cualquier circunstancia, porque estas necesidades expresivas funcionan así, con urgencia y a contracorriente, pero el precio que pagará será el del deterioro emocional. Su talento será su cruz.
Creo que estamos ante una especie de ouróboros de injusticia social. Veamos: desigual acceso al tiempo; de aquí se deriva un desigual acceso a la cultura o a lo que sea que necesites; de aquí una presencia desigual en el espacio; de aquí una no muy sutil invisibilización de la obra; de aquí el desdoro generalizado; y de aquí la constatación de que un entorno laboral injusto determina ese acceso desigual al tiempo. El espacio para la escritura estará reservado para quienes no tienen que trabajar 40 horas semanales para pagarse un alquiler. Lo otro es escribir a la intemperie y no hay que romantizarlo en exceso; puede producir grandes obras, sí, pero también grandes desgastes y desilusiones.
“No hay lugar para gran parte de la literatura producida por la clase trabajadora”, escribe Sergio Chesán; y es que se entretejen aquí dos cosas, el contexto que con su pregunta destaca Chesán, y la cosmovisión de la que se desprende ese contexto. “Esta idea profundamente elitista del arte” que se menciona en el ensayo es la misma que se siente cómoda imponiendo una distinción maniquea, clasista y jerarquizadora de los trabajos, con esa taxonomía xenófoba que los reduce a ‘cualificados’ y ‘no cualificados’. Los cualificados tendrán condiciones que faciliten el desarrollo de sus increíbles talentos y dominarán el espacio cultural. En cambio, nunca nadie esperará nada bueno de un blue collar. La visión de la vida de esta gente que domina el espacio no tiene por qué estar sesgada y mi problema, personalmente, no es tanto el que ocupen ese lugar, sino que quienes sí tienen que trabajar horas y horas en la semana no puedan contribuir ni ocupar espacio alguno porque la estructura social del ecosistema literario reproduce las castas verticales de represión y silenciamiento de cualquier organismo de poder. El ensayo de Chesán es la pregunta que necesitábamos.
(Diremos de paso por qué es absurda esa distinción entre trabajos: porque cada profesión, cada oficio y cada trabajo tiene requerimientos que le son consustanciales a su propia idiosincrasia, tendrá unas cualidades particulares, específicas y únicas, relativas a las tareas concretas de su propia naturaleza, y otro trabajo, por definición, tendrá otras. No puedo ser panadero ni dentista porque carezco de las cualificaciones y de la formación específica de esos oficios; no puedo ser camarero porque me falta el pulso y la memoria como tampoco puedo ser profesor de, por decir algo, química, porque me falta el conocimiento. Lo que me falta me falta igual en un trabajo que en el otro y será igual de difícil conseguirlo. Cada cosa tiene su contexto y cada contexto su valor. Y Sergio Chesán le ha dado valor al contexto desde el que muchos y muchas escriben. Ha reivindicado un espacio, un imaginario y una fragua social).
El trabajador cualificado se pone a la defensiva cuando se le dice que los otros trabajos también son cualificados y que esa distinción que le favorece socialmente es, en realidad, mentira. Que no hay tal cosa como un trabajo no cualificado. Lo que hay es un contexto diferente. Eso no significa que sus duros y sufragados años de estudio hayan sido en vano o que no sean cualificaciones en verdad impresionantes. Significa que el que no tiene esos estudios porque no se los ha podido pagar o porque ha preferido dedicarse a otras cosas también tiene un trabajo cualificado. Merece respeto. Respeto negado por esas clasistas concepciones de la vida que tienen quienes dividen en dos el mundo laboral, y que se sitúan, sin originalidad, en la “pretendida cúspide del panorama cultural”, por decirlo con palabras del autor. Van trenzadas estas realidades.
Pero volvamos al ensayo. De esta actitud equivocada y supremacista es de donde se deriva la injusticia a la que apuntan las preguntas-ariete, pertinentes e incisivas, de Sergio Chesán. Mucha gente escribe contra su entorno, a pesar de la vida laboral que los retiene, y quien tenga la suerte de poder apostar (porque tenga las espaldas cubiertas) el todo por la escritura, bien, ningún problema. El problema es que no todos pueden y el ecosistema cultural, enfermo de clasismo, tendría que tenerlo en cuenta y facilitar que sí puedan y fomentar el tiempo y el espacio para que el talento se desarrolle como debería, en condiciones dignas, justas.
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