Inger Hagerup en el fiordo
Por Antonio Costa Gómez. Bergen está al comienzo del fiordo Sogne. Las casas de madera de los antiguos comerciantes fascinan. Una vez fui en un tren que bordeaba el fiordo hasta Flamm. El trozo entre Myrdal y Flamm es espectacular. El tren avanza en medio de un precipicio y se detiene al lado de una cascada desbordante y mística. En el vagón iba un seductor italiano de película. Se sentía en decadencia, pero lo intentó negligente con una cobradora noruega. Tenía gracia ver su melancolía entusiasta, una especie de despego apasionado. Después regresé en un barco de línea por el fiordo entre las pendientes boscosas y enigmáticas.
De Bergen era la poetisa Inger Hagerup. Los noruegos la quieren mucho. No me dice gran cosa su famoso poema «La hormiga», donde dice que no es pequeña sino del tamaño justo para su circunstancia. Tampoco su poema «La peste», donde, de manera algo convencional, compara la guerra mundial con una plaga que recorre los países de Europa. Ni tampoco me entusiasma su oda a las verduras.
Pero sí me sugiere mucho cuando dice que su Yo es un paisaje de Niebla. Donde hay una vieja señal de tráfico sin carretera y ella busca su carretera. Y cuando dice que cree en muchas cosas y la noche la conduce a su casa. Y hay un lugar entre el cuerpo y el alma donde el tiempo se detiene. «Es allí donde tal vez ardería mi corazón». O cuando dice que ella es el poema que nadie escribió y la carta que siempre se ha quemado.
Pero sobre todo me estremece su poema sobre el fin del amor. Dos manos se aproximan en el aire pero, de pronto, se detienen y no se tocan. Lo alude y lo añora todo con desgarramiento: «Tan inapelable como la propia muerte / es cuando un cuerpo deja de amar / y se despide sin palabras de otro cuerpo».