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«El cuidador» de Harold Pinter: encuentro de tres soledades delirantes

Por Horacio Otheguy Riveira

La soledad se presenta sin querer, sin siquiera desear un cambio, de allí que los tres personajes de este Cuidador (The Caretaker, 1959) irrumpieran en la escena británica con tanta fuerza que hasta hoy recorre los escenarios del mundo. Muy cerca del estreno en Londres, el autor escribió el guion para el cine y se estrenó en 1963, ganando ese mismo año un importante galardón: Oso de Plata-Premio Extraordinario del Jurado en el Festival de Berlín.

Soledades per se, antes que personas solas. La soledad como aislamiento en la rara dimensión de desprenderse del ser humano para descolgarse de toda posibilidad existencial. Un estilo nuevo en el teatro para identificar la incapacidad para evolucionar. Un fenómeno muy «pinteriano» en la exposición de los infinitos embustes de los que tres personajes —dos hermanos y un vagabundo— son capaces de organizar para sí mismos y para los demás con tal de mantenerse vivos, en pie, conviviendo malamente en una casa derruida de los dos primeros; una vivienda con goteras, muebles viejos, desgaste que aumenta día a día…

Las mentiras que articulan a veces tienen gracia, otras veces inquietan, y en manos del autor se repiten y en cada reiteración van teniendo diversos sonidos, respiraciones acompasadas, como melodías de un delirio que no cesa. Pero el final llega y cuando lo hace, uno de los tres acabará perdiendo más que los demás. Un círculo que se rompe, una idealización de sueños imposibles porque, como en Esperando a Godot, de Samuel Beckett (1953), el impulso de avanzar no adquiere energía suficiente. Sin embargo, hay en Pinter una cotidianidad más cercana, como si el dramaturgo trabajara con un teatro costumbrista y lo fuera despojando de sus habituales convencionalismos, para dejar abandonados a los tres personajes en la relativa comodidad de una casa maltrecha para dormir todas las noches, sin poder evitar que se siga desgastando, seguramente hasta acabar del todo con ellos dentro. Los diálogos crecen en una espesura delicadísima, difícil de representar, como señaló un gran estudioso del teatro en la misma época en que se estrenó:

De «Teatro de protesta y paradoja», de George E. Wellwarth (1964)

«Pinter posee un sentido particularmente agudo de las situaciones escénicas, en todos sus dramas, por muy estáticos e incomprensibles que parezcan, hace gala de un oído realmente extraordinario para captar las pautas de lenguaje de la gente ordinaria, así como de una gran habilidad para la creación de «suspense» mediante una serie de conflictos sostenidos sólo momentáneamente. Sus diálogos fascinan por su misma monotonía y reiteración, precisamente porque el público lo reconoce: ya ha oído antes este tipo de conversación, mas él utiliza el diálogo humano como un combate de entrenamiento en que ambos boxeadores se limitan a fintar y parar, evitando trabar la lucha».

Puesta en escena difusa

En la presente producción los tres estupendos actores encarnan a sus personajes con la incertidumbre que se vislumbra en el texto: avanzan y se estancan, retroceden y vuelven a empezar, pero el suspense del qué pasará con ellos funciona a medias. Más bien está bloqueado por los máximos responsables, si bien todo el peso recae en el director que, como en su Esperando a Godot, altera escenas clave, en este caso nada menos que prólogo sin palabras y el final. Por su parte, el escenógrafo y el responsable del espacio sonoro van por un ámbito audiovisual chirriante, como si entre los tres intentaran un anticlímax. Si es así, esto está logrado, me echan del juego de mentiras-verdades para encontrar un lugar donde esconderse del mundo, pero no quedo conforme, el ruido que abunda en los sonidos, el caos del mobiliario en plan surrealista, y la frialdad general de la dirección de actores me entregan a una sensación incómoda que perjudica mi visión de este teatro tan singular.

Lo mismo sucede con la adaptación a España del ambiente inglés del original: no fluye y poco colaboran los numerosos tactos muy nuestros, ausentes en el original inglés.

Autor: Harold Pinter (Londres, Inglaterra, 1930-2008)
Traductor: Juan Asperilla

Director: Antonio Simón

Productor: Jesús Cimarro

Intérpretes: Joaquín Climent, Àlex Barahona, Juan Díaz

Diseño de escenografía: Paco Azorín y Alessandro Arganceli
Diseño de iluminación: Pedro Yagüe

Vestuario: Ana Llena
Espacio sonoro: Lucas Ariel Vallejo
Ayudante de dirección: Gerard Iravedra



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