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Donde habite el olvido

Por Francisco Cervilla.

“Arreboles, son arreboles”, me decía una amiga en un atardecer otoñal de hace tiempo, mientras paseábamos en coche por una carretera secundaria en medio de la llanura manchega que, en coincidencia con nosotros, no parecía ir a ninguna parte. Me regalaba así una palabra que desconocía, otra más, para nombrar el color rojizo de las nubes.

Mucho tiempo después, durante un amanecer en Soria, recordé ese momento y pensé que mi amiga ya no podía darme más palabras porque las había ido olvidando casi todas.

Amanecía, pues, en un día frio de otoño, preludio del invierno que llegaba. Buena época para transitar por las rutas del románico en la mitad norte peninsular. No para encontrarse, como muchos podrían creer, en lo que considerarían una especie de viaje místico o espiritual, sino más bien para perderse, para perderse cada vez más, hasta agotar cualquier remota posibilidad que pudiera existir, que no existe, de encontrarse a sí mismo, no fuera uno a morir del susto al descubrir de repente al Dr. Jekyll que lleva incorporado.

Sentado en el mirador de la habitación del Parador, situado en un cerro de las afueras, pensaba en esta amiga a la vez que contemplaba la ladera del monte que hay enfrente: una suave pendiente que desciende hacia el río Duero. Río causa de poetas. Por su cima, empujados por el sol, asomaban colores rojizos, dorados, violetas y azules. En el cielo algunas altas nubes deshilachadas habían resistido al viento nocturno: arreboles del amanecer, igual que trozos de memoria estirados y dispersos.

Esa montaña por la que despuntaba el día, de nombre lúgubre, dio título a una de las leyendas de Bécquer: El Monte de las Ánimas. Aquellos parajes inspiraron al poeta y los pobló de seres imaginarios que allí perviven, junto a las múltiples historias que les precedían, de modo que el monte ya no parece ni monte, tan habitado como está por el lenguaje.

A los pies de la colina donde está situado el hotel, en el camino que conduce a esa cuesta de los espíritus, se encuentra, solitario, la razón de ese viaje a Soria: el claustro románico de San Juan de Duero, a aquella hora de la mañana oculto aún por la penumbra. La oscuridad acentuaba su condición yerma, deshabitada. Sus ruinas soportan siglos de noches desiertas, de desamparo, de olvido.

Despojado de cubiertas, el claustro, formado por impresionantes arcadas dispares, algunas curiosamente entrecruzadas, se encuentra a cielo abierto, como si la inmensidad del firmamento hubiese sido su aspiración. Esta extraordinaria carencia es su mayor magnetismo. Un poder de atracción que recuerda las palabras de Guido Ceronetti sobre la construcción de las catedrales, con las que subraya la fuerza creativa de la falta: “el defecto en una construcción tiende a un equilibrio superior, inalcanzable”.

Contemplarlo evoca a los artesanos que lo construyeron: maestros de obras, canteros, escultores, carpinteros. Trabajadores anónimos, pertenecientes a gremios de oficios regidos por estatutos secretos, cuyas logias influyeron en la cultura de la época, raíz de la de hoy.

Las marcas en los sillares, los canecillos y los signos escultóricos de los capiteles, instructivos y amenazadores, en definitiva textos con mensajes disfrazados, han quedado como un saludo a la eternidad.

También trae al recuerdo a los poetas que por allí anduvieron, atraídos por su vacío hechicero.

Gerardo Diego le dirigió poéticas palabras: “Tu enigma, tu cruzada te dejó puro” “¿Te levantó el techado ángel cojuelo. O quedaste inconcluso, criatura perfecta, como estás, abierto al cielo?”

Por ese claustro anduvo Machado. Entre los muros bajos de sus arcos probablemente se sentara durante los descansos de sus paseos por la orilla del Duero.

Cerca se encuentra el camino hasta el monasterio de San Polo, atravesado por un corto y estrecho túnel, tras el cual arranca la alameda machadiana del paseo ribereño hasta la ermita de San Saturio, encaramada al monte. Mirando al río, desconfiada de él.

Esperé, pues, en mi habitación a que el sol subiera y calentara, si es que podía, la querida tierra castellana. Bajé, por fin, a la ribera del río y caminé una vez más hasta San Juan. No era mi primera visita.

En aquel día invernal, a tan temprana hora, el vacío de visitantes resaltaba la magia del lugar. La fantasía se disparaba. Intrigado hubiera querido por un instante echar una mirada sobre las olvidadas existencias, transcurridas dentro de los muros del monasterio que antiguamente cobijaba al claustro. Por sus crujías deben de rondar fantasmas centenarios, extraviados entre las piedras talladas. Presencias que nunca se marcharon del todo.

Sus galerías están surcadas por la vida en comunidad, por el trasiego de los años de convivencia, tejidos de complicidades, rivalidades, deseos apagados, apetitos reprimidos, transgresiones de la regla monástica, esperanzas puestas en la promesa del paraíso. Esas piedras guardan las voces de sus antiguos moradores.

El último hálito del último habitante alimenta el misterio del abandono del monasterio de San Juan, de su hermético vacío, de su designio perdido. Tras los definitivos pasos finales por sus estancias, aquel remoto morador se alejó, entregando el lugar hospitalario, levantado en tierra de repoblación cristiana, a la fauna y vegetación de la ribera.

Tal vez subiera al monte aledaño de los espíritus, una noche fría de Todos los Santos, buscando el aliento perdido de los remotos monjes guerreros protectores de caminantes, o el resuello de los antiguos hidalgos castellanos. O tal vez esperase la llegada de un decidido héroe becqueriano en arriesgada incursión nocturna.

Con su gesto suspendió el tiempo y selló la historia.

La visita a San Juan de Duero, con las evocaciones que suscitaba, recuerdos recortados por los olvidos, se fue poblando de ausencias: colores del alba o del crepúsculo, de tiempos pasados; caminos de tierra oscura, de la estepa castellana, que van a todas partes y a ninguna, propicios para encontrar un punto de fuga por el que desparecer; vestigios románicos revisitados, registros de la memoria en la piedra, o en el corazón; poetas buscando, rememorando, a otros poetas; memoria dispersa que fractura la vida para nunca más volver; palabras que el tiempo se lleva para caer en el olvido.

“Son arreboles…”

¿Volverán las altas nubes rojizas? ¿Acaso volverán las oscuras golondrinas?

“Sí, pero no”, recuerda Juan de Mairena, “volverán, pero no volverán”. Y ahí, en ese infinito vacío entre la afirmación y la negación, en el insondable espacio entre la vida y la muerte, instante eterno entre la presencia y la ausencia, donde la existencia se sostiene en un entredicho, “quedaré libre sin saberlo yo mismo”, escribe un becqueriano Luis Cernuda, “disuelto en niebla, ausencia”.

Ausencia cuando el color se haya ido, ¡ay, sin saberlo!, y sólo quede “una piedra solitaria, sin inscripción alguna, donde habite el olvido”, como para sí, anhelaba Bécquer.

 

@cervillasfj

Madrid, febrero, 2022

2 thoughts on “Donde habite el olvido

  • Que maravilla!
    Me transportó de nuevo a mi vivencia de hace algunos años.
    Saludos y mi gratitud desde Guadalajara, México.

    Respuesta
    • Me alegra evocar esa vivencia. Saludos desde Madrid.

      Respuesta

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