Vicky Luengo ilumina la oscura búsqueda de El Golem de Mayorga
Por Horacio Otheguy Riveira
La austera puesta en escena de Alfredo Sanzol adquiere atractivas tonalidades en blanco y negro con grises luminosos. Una imaginería audiovisual muy atractiva apoyada en una gran dirección de actores, incluidos los hombres y mujeres que realizan el movimiento escenográfico como si se tratara de fantasmales criaturas portadores de muebles y paneles, alrededor de los cuales andan los tres únicos personajes.
Un montaje que da mucha vida a la dificultad de poner en escena un texto excesivamente literario, ensayo filosófico con leve acción más sugerida que desarrollada, y que el director ha sabido convertir en una auténtica pieza de teatro de tesis: una pieza misteriosa y cautivadora en manos de un excelente reparto que recuerda las sorprendentes puestas en escena de textos de Paul Claudel (Anunciación a María, Partición de Mediodía, Juana de Arco en la hoguera…).
La trama va de un maremágnum de palabras que se necesitan para resucitar a Felicia, una mujer muy simple en una ciudad turbulenta. La joven esposa de un enfermo que vive entre el hospital donde él permanece y el coche donde duerme con su perro o el hotel donde acaba pernoctando al margen de la ira callejera ante el brutal gesto de un gobierno imaginario que ordena acabar con las prestaciones hospitalarias, abandonando a quienes no pueden pagarse un sistema médico privado.
El infierno más temido, la desolación provocada por un poderoso terrorismo de estado, mientras los personajes se debaten entre las palabras asfixiantes de un sistema contrario a toda solidaridad, y las palabras que revelan un camino al Paraíso: el lugar donde todas ellas, en suma y contra-suma, pueden hacernos libres.
Todo va bien, todo es ganancia y pérdida con un autor a menudo seducido por la exploración del individualismo más acérrimo y la confusión omnipresente. Como en algunos de sus últimos trabajos (El mago y Voltaire, por ejemplo) la dimensión un tanto claustrofóbica de su poética abre nuevas posibilidades dramáticas. En esta experiencia de El Golem, sin duda, seduce el lenguaje con el poder del relato oral como arma de conocimiento y emociones nuevas. Así, Felicia crece, sufre pesadillas, y paga el precio de ser esa parte de sí misma que no conocía…
Un misterio se enreda en otro misterio, el escenario crea una buena atmósfera de intriga, yendo a contracorriente del aliento ensayístico del autor que le da por acabar la obra con un monólogo mitinero que rompe el clímax y distorsiona todo lo procesado. Forma demasiado fácil de acabar un drama dejándonos con la sensación de que al no saber cómo cerrar (por otra parte una constante en algunas obras de su prolífica producción), se lo quita de encima de este modo con un farragoso sermón innecesario con el que demuestra nula confianza en el poder de su dramaturgia para que la acción dé el paso final sin depender de un discurso lanzado a manera de forzado púlpito.
Con tanto viento en contra y ese epílogo lamentable —epopeya egocéntrica en el centro de un cataclismo social—, el espectáculo cuenta con un hipnótico poder de atracción. Que acabemos perplejos, irritados, confundidos, no quita en absoluto el disfrute que podamos hallar siguiendo las tribulaciones de Felicia, un personaje que crece con mucha fuerza, y que Vicky Luengo eleva a un grado de anómala sublimación del proceso de creación actoral. Esta anomalía, que se relaciona con la deformación física que va adquiriendo el personaje a través de sus pesadillas, tiene en la actriz un colorido abanico de sugerencias, tanto en la “simple” fortaleza del comienzo como en todo lo demás: el desamparo, la ignorancia o las revelaciones que los cuentos y las palabras le puedan otorgar. Cuida hasta el mínimo detalle de sus variados movimientos (coreografiados por Amaya Galeote), y el farragoso texto siembra múltiples paisajes en su respiración, sus labios, su mirada… una creación sorprendente para un texto harto difícil que no podría lograr sin el apoyo incondicional de las emociones silenciosas de Elena González. La extraordinaria actriz de aquel Sanzol inolvidable, tantas veces repuesto, La ternura, tiene aquí un personaje de asexuado traje gris y talante muy duro, Guía técnico-espiritual de Felicia para introducirla en una tierra de nadie que se irá poblando de palabras reveladoras hasta dar con El Paraíso, otro misterio que se exhibe definitivo en la recta final.
La dura traductora Salinas («Todos somos traductores. Pero casi siempre traducimos mal…») sabe convertirse también en un ser fraternal que domina los silencios con precisión de cirujana, ya que algunas muy largas tiradas de Felicia, así como la exposición ultradramática de sus peores estados de ánimo, se sostienen por la mirada muda de Elena González que logra una contención dramática de conmovedora calidad poética.
El estupendo actor de El silencio de Elvis, Elías González, asume un personaje clave, el marido Ismael, más ausente que presente, pero que cuando aparece en breves escenas llama la atención noblemente, limpiamente, como otro ser desvalido pendiente de dos personajes de los que se habla pero nunca vemos: otro paciente, El matemático, y la doctora que lleva su extraño caso, Lois. En boca del muchacho se desplaza el eje que da título a la función, El Golem, una historia mítica históricamente previa al Frankenstein de Mary Shelley, con el que el actor logra una interpretación admirable: «Empieza hace mucho tiempo, muchas veces treinta años. Para liberar al pueblo —lo oprimen crueles tiranos—, el maestro construye un gigante de barro, le dice al oído palabras mágicas y el gigante cobra vida, hace huir a los tiranos. Pero el pueblo liberado pronto olvida, le tiene miedo, pide al maestro que lo destruya…».
Hay bastantes narraciones que cada intérprete consigue hacer suya con especial protagonismo del personaje de Vicky Luengo: agotadora expresión de un proceso psico-físico que hubiese sido menester que el autor “tradujera” al lenguaje escénico en lugar de especular constantemente con lo narrativo. Este camino lo domina el director y lo transforma, pero no es suficiente para lograr una categoría dramática completa donde las simbologías, los susurros y la voluntad poética alcancen toda la gloria que merecen los temas aquí apuntados.
En definitiva: un texto cargado de omnipresente literatura, que en boca de los intérpretes y con la imaginación del director se convierte en un denso, confuso, oscuro y muy atractivo espectáculo.
Texto Juan Mayorga
Dirección Alfredo Sanzol
Reparto Elena González (Salinas), Elías González (Ismael) y Vicky Luengo (Felicia)
Movimiento escenográfico Andrés Bernal, Cecilia Galán, Leonora Lax y Kevin de la Rosa
Escenografía y vestuario Alejandro Andújar
Iluminación Pedro Yagüe
Música Fernando Velázquez
Agradecimientos musicales Cesáreo Muñoz (cello), Fátima Sayyad (voz) y Marc Blanes (mezcla)
Diseño de sonido Sandra Vicente
Movimiento Amaya Galeote
Ayudante de dirección Beatriz Jaén
Ayudante de escenografía y vestuario María Albadalejo
Ayudante de iluminación Antonio Serrano
Fotografía Luz Soria
Diseño de cartel Equipo SOPA
Realizaciones May Servicios del Espectáculo y Mambo Decorados (Escenografía), Gerriets (Gasas de la escenografía).
Producción Centro Dramático Nacional
TEATRO MARÍA GUERRERO DE MADRID
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