Iván Baena González.

Reclamar el lugar que les pertenece a aquellas artistas cuyas obras han quedado relegadas al vacío de la inexistencia es un trabajo tan arduo como laudable. Así, en un marco de actualidad, donde impera ese hostigamiento tenaz de estímulos y señuelos, el escritor Juan Laborda nos invita a avenirnos con la historia (más concretamente, la del cine) a través de la figura, hoy menos olvidada, de Alice Guy.

Alice Guy, en el centro del vacío hay otra fiesta (Huso, 2022) es la séptima entrega en solitario de este polifacético autor. Un ensayo que rescata el valor intrínseco y diferenciador de la obra de una de las pioneras del cine: la directora, guionista y productora Alice Guy. Nos encontramos, por tanto, ante un libro que coloca, por fin, a la mujer en el centro de la creación audiovisual, como hiciese la propia artista.

Juan Laborda comienza su texto con un breve recorrido por los albores del séptimo arte: ese período convulso comprendido entre finales del siglo XIX y principios del XX. En él nos ofrece algunas pinceladas sobre los primeros instrumentos cinematográficos, sus forjadores y las incipientes salas de proyección. Así, tras esta sucinta contextualización histórica sobre lo que él llama «la carrera tecnológica» o «el camino hacia el cine», se adentra en la vida y la obra de la cineasta francesa. Una artista poliédrica que, como bien sostiene nuestro autor, lucha por encontrar y reivindicar un espacio privilegiado -ese que le corresponde- en un mundo regentado por hombres. Huelga destacar, entre ellos, a los hermanos Lumière, Méliès, Gaumont, los hermanos Pathé, Le Prince o el mismísimo Thomas Alba Edison.

Por esta razón, la rebelde Alice Guy, primera directora de la historia y madre del cine, no fue sólo eso. Por si fuera poco, la artista gala fue la primera persona en aprovechar el séptimo arte como subterfugio para ahondar en temas de tal polémica y trascendencia como el feminismo, el travestismo, lo lésbico, el absurdo de la guerra, el cuestionable quehacer del ejército, el racismo, la danza, la religión o la crítica a la tradición.

Para ello, Guy nos ofrecerá, por vez primera en la industria primitiva de este arte, una narración fílmica. Pues se aleja de ese universo ‘documental’ que exploraban el resto de sus contemporáneos hasta la aparición de Méliès. Sin embargo, Juan no se detiene a argüir sobre esa obsesión pueril tan extendida del ‘yo primero’. Sino todo lo contrario. Lo que propone es redescubrir el talento, el legado y la repercusión de una cineasta excepcional, cuya producción se nos revela tan insólita como desabrigada.

Bien es sabido que, por el mero hecho de ser mujer en un tiempo en el que carecían de los derechos más elementales, su obra ha quedado reducida a un porcentaje ínfimo. Pero, eso sí, rebosante de calidad e innovaciones tanto técnicas como temáticas y estéticas. Algunos de los títulos más reveladores que nos descubre Juan sobre su obra, donde Alice despliega la mayoría de sus anhelos y reivindicaciones, son El hada de las coles (1896), Ataque sorpresa a una casa al amanecer (1898), Dance Seasons (1900), Madame a des envíes (1906), Consecuencias del feminismo (1906), La jerarquía del amor (1906), Nacimiento, vida y muerte de Cristo (1906), En las barricadas (1907), The Detective’s Dog (1912), Algie the Miner (1912), Falling Leaves (1912), El pozo y el péndulo (1913) o The Woman of Mistery (1914).

Laborda nos descubre a una artista que ha aprovechado sobremanera la enjundia de la imagen en movimiento como arbitrio para lidiar contra la violencia y la cosificación ejercidas sobre el cuerpo de la mujer a lo largo de la historia. Bajo el influjo notorio de la literatura y el arte, nuestra protagonista, tan empoderada como combativa, ha puesto sobre la mesa los actos y facturas del machismo imperante. Es decir, se ha desenvuelto con la mayor de las solturas en fondos tan inextricables y embrollados como los antedichos a través de la sátira perspicaz y la crítica soterrada.

En consecuencia, puede colegirse que, por medio de su último ensayo, Juan Laborda esboza el reflejo más honesto de la vida y la obra de Alice Guy, al mismo tiempo que aporta su granito de arena al mortero de su memoria. Además, ambiciona otorgarle el culto que se le vedó en vida a una cineasta que sembró en los campos del cine, por primera vez, las semillas del melodrama, del realismo mágico, del bélico, del western y del noir. Simientes que terminaron por cosechar otros autores que no tardarían en asilar todo el mérito. Así, recuperar aquello que deseaba contarnos una cineasta de hace más de un siglo, no parece, ni mucho menos, poca cosa. Pues resulta axiomático, de acuerdo con nuestro autor, que, en definitiva, «si obras como la de Guy permanecen en el olvido, perdemos todos».