“El fiel de la balanza”, de Manuel Francisco Reina
Por Marina Casado.
Escribir poesía es uno de los actos más valientes que conozco, siempre que se escriba desde el corazón. Uno se deja pedazos de dicho corazón entre los versos y después llegan los lectores y, si miran esos versos con ojos inundados de luz, allí encuentran las esquirlas que todavía palpitan y ya no solo están leyendo un poema, sino también a su autor. Leer poesía es, de algún modo, leer un alma.
En este sentido, el último poemario de Manuel Francisco Reina es una radiografía del dolor y del amor más puro, el de un ser bondadoso castigado por su inocencia. La inocencia, esa virtud que deberíamos encumbrar en los tronos intangibles de la realidad, por su rareza y su maravilla, y que sin embargo usamos como viga para amarrar las cuerdas letales del egoísmo. Escribe Raquel Lanseros en la contracubierta del libro que “respira, siente y sangra como solo la verdad sabe hacerlo”. En efecto, hay una sinceridad pura, infantil, en el mejor sentido del adjetivo, que acuna los poemas y suaviza ese dolor que no puede dejar indiferentes a los lectores.
El fiel de la balanza (Cuadernos del Laberinto, 2021) es un conjunto de prosas poéticas que profundiza en el desengaño a través de una simbología bíblica, extraída del Génesis: “Pongamos que, al principio del mundo, al principio al menos del mundo nuestro, hubiéramos sido Adán y Evo. Un paradigma inédito en el jardín de amor de siempre, sin herir suspicacias de género ni mitos rancios”. La voz poética, convertida en una suerte de Adán que ha sido traicionado por el amado, debe resignarse a la pérdida de su Edén particular, que no es otro que el universo íntimo de los amantes: un espacio privado y mágico creado por ambos, con una lengua común, la del amor. El poeta compara esta lengua a aquella que, según la mitología bíblica, compartían los hombres en Babel antes de que Yahvé los confundiera creando las diferentes lenguas. Igual que el hundimiento de Babel, ese mundo secreto de los amantes se rompe en mil pedazos por la traición.
De este modo, los símbolos de la serpiente y la manzana mordida –la tentación y el pecado– se repiten constantemente a lo largo de la obra. El poeta ha realizado una relectura del Génesis desde el cristal de un desamor. Y no un desamor cualquiera, sino el germen de todo un desengaño respecto al mundo: “La mentira es como un beso de hiel y una palabra hueca. […] Es igual que una enfermedad contagiosa. […] Es una muerte lenta por mercurio dosificado”. Los cimientos de su universo se tambalean desde “el este del Edén”, ese frío lugar al que han sido condenados, “mientras la serpiente se calienta en las ascuas de un jardín incinerado”. Así, Adán carga con un peso “que no es suyo” al intentar perdonar al traidor, a pesar de que la realidad lo acaba golpeando y debe asumir que no hay solución: “Tarde comprende uno que estaba solo, en la soledad pura, acompañado por nadie más, que su peor enemigo”. Llega el Diluvio, que son sus propias lágrimas, y comienza la vida más allá del amor.
La obra está formada por tres secciones: “Lengua común””, “La soledad contigo” y “Juegos de equilibrio”. En la segunda, se amplía la simbología iniciada al comienzo: se antepone el Mar Mediterráneo –símbolo de la infertilidad, la mentira, lo artificial; en definitiva, el amante traidor– frente al Océano Atlántico –la sinceridad, lo natural, lo vivo… el amante traicionado–. El anillo es también una impostura artificial opuesta al amor verdadero: “esa argolla brillante era un grillete mínimo e implacable”. Unos zapatos viejos representan el amor; la casa vacía se erige como símbolo de la soledad, de la nostalgia de tiempos más felices: “¿Recuerdan los lugares a los que les habitaron?”, se pregunta la voz poética.
Al final de “La soledad contigo”, encontramos la prosa que da título al libro, “El fiel de la balanza”, aludiendo al símbolo de la justicia, la justicia que acabará ordenando sus existencias: “Yo ya he puesto mi corazón en el platillo… veremos lo que pesa el tuyo y su bagaje”. Toda la última sección se compone de “juegos de equilibrio” en los que la voz poética trata de no caerse, de vivir y de renacer tras asumir el desengaño: “Hay un juego de equilibrio en el abismo. […] Por un lado la razón en su platillo, por el otro el dolor como una fiera que maldice por su herida incomprensible”. Finalmente, la voz poética, el Adán castigado sin merecerlo, se hace fuerte en su dolor y escribe: “Disfruta del presente pues la posteridad es mía”.
Un poemario valiente, hondo y sincero, escrito con técnica impecable, aderezado por citas de escritores de la talla de Aleixandre, Alberti, Francisca Aguirre o Blas de Otero. Un libro que se lee de una sentada, porque envuelve, hace propio el dolor. Manuel Francisco Reina demuestra, una vez más, la madurez de su voz poética y una sensibilidad propia de los poetas verdaderos.