‘Pequeños cuerpos de agua’, de Nina Mingya Powles
Pequeños cuerpos de agua
Nina Mingya Powles
Traducción de Ana Herrera
Ático de los libros
Barcelona, 2022
252 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca
La primera acción de cada día es la de elegir si uno abre los ojos. Si me quedo en la cama, significará que prefiero otro mundo, el de los sueños y que, en consecuencia, padezco una depresión. Si abro los ojos, puede que sufra igualmente depresión, pero estoy dispuesto a nacer para ese día y eso implica que soy mucho más que la depresión. Es decir, estoy en camino de sanar. Lo primero que haré será lavarme, que es una forma de apartar las legañas, pero también es un bautismo: nos bautizamos con agua para purificarnos y como símbolo de nacimiento a una nueva vida. Cada día que transcurre, será una nueva vida y la suma una sucesión de vidas que a veces se nos antojará una secuencia de fragmentos. Cada fragmento obedece a un impulso:
“La mayor parte del tiempo estoy en la zona de seguridad. Sin embargo, mis pensamientos a menudo son como una red de fallas conectadas, y cada pequeña ruptura causa otra de mayor tamaño. No controlo su extensión. Noto una presión intensa Enel centro del pecho y mi respiración se convierte en jadeos”.
El párrafo figura al principio de este hermosísimo libro, Pequeños cuerpos de agua, que Nina Mingya Powles (Wellington, Nueva Zelanda, 1993) ha escrito a partir de una serie de emociones, todas ellas positivas, todas ellas para ayudar a crecer. No encontraremos grandes frases para subrayar, ni razonamientos que nos sorprendan por el ingenio, ni explosiones sorprendentes del lenguaje tipo aforismo. No. Estamos frente a un libro escrito con eso que uno llamaría, con mucha prudencia, sabiduría. Estamos frente a la sensibilidad a la belleza. Mingya Powles mantiene el pulso serenamente, para hablarnos de una manera de estar en el mundo, de relacionarse, en la que convivir significa convivir con poesía y con la poesía. En realidad, el contenido es eterno y será más complicado de rebatir que cualquier tratado sobre la condición humana. Mingya Powles es consciente de que somos naturaleza y que la naturaleza es agua. Y el agua es la sustancia menos rígida que existe. La rigidez, lo comentó Lao Tsé, tiene que ver con la muerte. El agua, con la vida. De ahí que nadar sea lo mismo que un acto de meditación, de ahí esa costumbre de relacionarse con el agua, para bautizarse continuamente, para renacer una y otra vez, pues a cada minuto elegimos seguir vivos, reinventarnos, volver a intentar todo.
Mingya Powles es una mestiza cuya condición le supone un debate sin fin. No se trata, en definitiva, de encontrar respuesta, sino de aprender a vivir en el debate. Uno de los grandes males de la humanidad es el de empeñarse en resolver conflictos, una situación que ocasiona angustia y ansiedad. El conflicto sirve, antes que nada, para desarrollar al hombre ético, para hacernos mejores personas. Deberíamos aprender a cohabitar con él, como la autora aprende a ser mestiza y a congraciarse con cada una de las partes que la conforman, desde una memoria en la que a veces se siente ajena a sí misma. La pregunta constante es si está acertando con el lugar en el mundo por el que va pasando, dada la dificultad que tenemos para encontrar nuestro sitio, y la conciliación con esa duda siempre viene por la certeza de que entre las materias de las que estamos hechos, se encuentra el agua. Si topamos con agua, nos bañamos. Frente a los terremotos, sentimos miedo con el que congraciarnos. Las ballenas son seres que nos empujan al aprendizaje. Las flores nos hablan de lo efímero y la necesidad de lo efímero. Ante el dolor, esgrimimos los colores. Las películas de Miyazaki son serenos discursos ecologistas. La fruta y el tofu nos demuestran que existe una versión sana del hedonismo. Y los idiomas son tan fundamentales como el ADN. Estás son algunas de las conclusiones que uno extrae de la lectura de un libro precioso, que guardaremos con mucho mimo en la estantería para releer más adelante.