“Lo que el pájaro bebe en la fuente y no es el agua”, de Chantal Maillard

Por Jorge de Arco.                

   La selecta colección poética de Galaxia Gutenberg da a la luz Lo que el pájaro bebe en la fuente y no es el agua, de Chantal Maillard (1951). Se reúne en esta compilación el quehacer lírico de la autora belga, comprendido entre 2004 y 2020, y compuesto por Matar a Platón seguido de Escribir (2004), Hilos seguido de Cual (2007), La tierra prometida (2009), La herida en la lengua (2015), Cual menguando (2018) y Medea (2020). Además, se suma un puñado de inéditos y tres textos en prosa, Fugas, que reúnen una parte esencial del pensamiento de la autora sobre la poesía, el poema y lo poemático.

El estudio previo de Virginia Trueba Mira sirve de orientación para situar y ahondar en una obra en continua construcción y capaz de descubrir las veladuras de una existencia donde el pensamiento es, a su vez, identidad e incertidumbre. Porque el discurrir de este yo lírico que ciñe y aprehende lo intuido, lo anhelante y lo inmediato, se afana en sostener el fulgor de la palabra como zumo que redima la frágil desesperanza: “Deshaz el nudo arranca / la venda de tus dedos. / Sé testigo”.

La aparición en 2004 del ya citado Matar a Platón -galardonado entonces con el Premio Nacional de Poesía -, supuso un impulso definitivo a la labor de Chantal Maillard. Era este su quinto poemario y su aliento temático se convertía en una incesante y balsámica reflexión sobre la universal dualidad vida/muerte. Su primer apartado -coincidente con el título del conjunto-, parte de un momento conmovedor:

En este instante.
Ahora.
Un hombre es aplastado.
Hay carne reventada, hay vísceras,
líquidos que rezuman del camión y del cuerpo.  

(…)

 El hombre se ha quebrado por la cintura y hace
como una reverencia después de la función.
Nadie asistió al inicio del drama y no interesa.

 

     Desde este postulado, asistimos a una hilera de veintiocho poemas, en los que la autora expone los pensamientos y juicios que tamaño accidente le sugieren y cómo otras miradas cercanas (“Está creciendo el número de los espectadores), reaccionan frente al desgarrador suceso:

 

No sé si era su hija. El hombre
aplastado agarraba la mano de una niña
o puede que la niña fuese
la que tenía cogida la mano de aquel hombre
ahora ya tan rígida, tan apretada y fría.
Vendrán para cortarle los dedos uno a uno.
Amputarle la mano tal vez sería más sencillo.

 

Con este este planteamiento, la escritora pretende traspasar la frontera íntima del sentir humano, descubrir la identidad vindicativa que está más allá de nuestra apariencia, a sabiendas de que “no existe el infinito, pero sí el instante”.

La segunda parte, “Escribir”, es una introversión en el complejo ámbito que rodea al acto de la escritura. Ya en su poemario Hainuwele (1990), Maillard había anotado: “Pocas palabras se precisan / para vivir entre los hombres (…) Es dulce su sonido en mi garganta”. Y, catorce años después, su propósito se mantenía fiel a la concisión: “Escribir / con palabras pequeñas / palabras cotidianas / palabras muy concretas (…) escribir / para no mentir”. Una declaración de intenciones, sí, ahondante en su convencimiento de que este noble arte exige entrega y dedicación plena, autenticidad, en suma, para trazar los versos que redunden en el postrer milagro de la creación.

La intensidad de su voz, la delicada arcilla verbal con la que están modelados, nace desde muy adentro y se torna inevitable creencia. “Yo no soy ningún héroe / yo sólo escribo / para colmar la distancia / entre mi miedo y yo”, confiesa. Y en el albor de ese propósito, el lector también encuentra acomodo, espacio donde cobijar sus horas:

 

escribir

para perdonar
para ser perdonado

(…)

 

escribir

para sellar la paz
para conciliar
en mí
para perdonar en mí

 

En sus siguientes entregas, el verso de Maillard va adoptando sobrios hilvanes de perdurabilidad, y sus premisas derivan de una realidad conforme a lo viviente, a una dialéctica dadora de una incesante determinación. La semántica de sus textos traspasa lo que puede percibirse, lo que pueda palparse, y se torna conjuro a través de una sucesiva modulación verbal.

Desfigurar el vértigo de aquello que hiere, resignificar sin grandilocuencia lo evanescente, lo minúsculo, y acallar cuanto no sea lumbre, brillo diseminado por doquier, son también elementos sustanciales de una materia temática donde prima lo racional, lo colectivo y, sin duda alguna, lo factible:

El animal que fuimos.
El animal en mí. Recorro
mi piel en busca de su aliento
acecho
algún gesto imprevisto alguna
retirada de un salto una súbita alerta
que me confirme su presencia.

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