Foto: Consuelo De Arco

Por Antonio Costa Gómez.

Vimos una taiwanesa que era asesora financiera pero estaba enamorada de William Blake. Vimos higos tirados en el suelo y ardillas que vagaban entre los árboles. Unos españoles habían encontrado poco antes los restos reales de William Blake. Caminamos desde la catedral de San Pablo hacia el norte y llegamos a los jardines Bunhill. Me pareció increíble latir al lado de algo que había sido William Blake.

Me latían los versos de Las bodas del cielo y el infierno: «La senda del exceso lleva al palacio de la sabiduría»; «la prudencia es una fea solterona cortejada por la incapacidad»; «la cisterna contiene, el manantial se desborda». Sentía en mí: «Lo que hoy se nos aparece como finito y corrupto se transformará en infinito y sagrado. Eso llegará a suceder merced al perfeccionamiento del goce sexual».

Pensé en los Cantos de inocencia, del mito y la ilusión. En el niño que se pierde y Dios como un anciano se lo devuelve a su madre. En el deshollinador que sale de su encierro y baila con sus compañeros desnudos y blancos. Pensé en los “Cantos de experiencia”, En el niño perdido al que quema el cura en la iglesia, en el deshollinador que baila sobre la nieve y lo secuestran en el cielo miserable de los curas.

Pensé en las “Visiones de las hijas de Albión”, la virgen Oothon ama a Theotormon, que representa el amor libre; pero la secuestra el brutal Bromion, que azota y exige obediencia. Pensé la soledad de William Blake, que se encuadernaba sus propios libros, que no dependía de editores ni público. Y entonces podía decir: «A menudo anhelo el Infierno para descansar del cielo». Una taiwanesa lo veneraba y yo encontraba higos con reminiscencias abismales por el suelo. Los higos de Rilke, los higos que siempre me han traído toda mi vida, como los versos de Blake.