‘Microcosmos’, de Claudio Magris
FRANCISCO CERVILLA.
Un acontecimiento indescifrable ha caído sobre ti. El sentido del mundo ha sido suspendido, y vagas, física y mentalmente. Expectante, buscas estabilidad en algún punto de anclaje, pero todos resultan insuficientes. No hay nada, desde el cielo hasta el infierno, que pueda dar respuesta a los agujeros de la existencia.
Sin pensarlo mucho acudes a la lectura, a tus autores preferidos, a libros ya leídos. En definitiva, recurres a ti, recurres a una parte de tu historia para mitigar el extrañamiento que sientes: te diriges, pues, a tus estanterías para buscar un texto con el que fugarte y que diluya, en el empuje de la escapada, las oscuridades de los fantasmas que han salido de caza.
Lo encuentras donde inconscientemente sabías que estaba: en la idea de lo minúsculo, escondido en su anonimato, en el texto rico, generoso en referencias, modesto, ajeno a la vanidad que a veces subyace en la escritura que pretende ordenar el mundo y aleccionar sobre la vida y la muerte. Un texto que no aspire a certeza alguna.
Una vez que has logrado poner palabras a lo que quieres, tomas de su estante el volumen preciso: hay libros siempre localizados, el desorden no les afecta. Y ahí está Microcosmos, de Claudio Magris.
Empiezas a leerlo y un mundo comienza. Estás frente al Caffè San Marco, Vía Césare Battisti, número 18, Trieste.
Te fijas en su entorno, en la sinagoga contigua, en el cercano jardín público. En este momento quisieras retener en la memoria las impresiones que esta imagen te provoca y fabricar con ellas un telón que cubra cualquier abertura que asome a la nada.
Notas un ligero movimiento de la puerta del café cerrándose: el remolino de voces, murmullos y palabras sueltas que salen a la calle, indican que alguien acaba de entrar. La sombra de su figura, apenas vista, ha sido velada por los reflejos del cristal de la puerta.
¿Quién ha entrado? ¿Uno de sus clientes, cuya figura ha quedado inscrita en el imaginario del café a causa de la enorme cantidad de años que lleva sentado en una de sus mesas de mármol? ¿Habrá sido Magris, ilustre parroquiano? ¿O ha sido Joyce, convertido en Genius Loci, buscando al de Svevo? ¿Saba, volviendo de su sesión de análisis? ¿O Juan Octavio Prenz, dispuesto a escribir una poesía para decir la ausencia de su colega, desaparecida para siempre durante la negra época de los militares argentinos?
Una poesía: “poca cosa”, escribe Magris, “un cartelito puesto sobre un sitio vacío”.
Su nombre, premonitorio de su destino, era Diana. “Punto concéntrico de un blanco de tiro. Nombre de muchacha argentina.”
Una poesía, poca cosa, una vida.
¿No sería yo mismo, errante, quien entraba, empujado por mis ilusiones perdidas? ¿O tal vez ha sido la ráfaga anhelante de mis ojos sobre el libro abierto la que me ha anticipado el acceso?
Continúo la lectura, paso de una página a otra, cruzo la calle, abro la puerta y me cuelo en el interior del célebre café.
Quizás el recuerdo desvanecido de una lectura previa, cuyo rastro conservo sin saberlo, me ayuda a reconocerlo. En lo borrado subyace lo que se piensa, y en ese caso pudiera ser el palpitante rastro de un deseo lector anterior el que me ha conducido hasta el San Marco de Microcosmos.
Una vez dentro observas un campo ruidoso en el que triunfa una vital y rica variedad, descubres coros inconexos, fragmentados, soledades que no se juntan pero que se necesitan para existir, insignificancias únicas e inclasificables, mundos inabarcables sobre los que la muerte parece haber perdido su dominio.
Sus personajes, rescatados y revitalizados por la escritura de Magris, me recuerdan en su eternidad a los moradores de Comala, muertos sabios, vivos aún, aparecidos insurrectos que se niegan a marcharse de los rincones en los que transcurrieron sus vidas, indisciplinados con la costumbre que manda callar a los difuntos, desobedientes con las normas comunes porque cada uno tiene la suya propia. Fortalecidos en las páginas de Microcosmos, han terminado apoderándose del San Marco para hacer de él una residencia inexpugnable.
Y allí, en este café refugio, poetas, escritores, lectores, ancianos animados por el deseo, exiliados del paraíso terrestre, encuentran en la ficción magrisiana un simulacro de amparo (tu simulacro, lector) ante el irremediable desencanto con un idealizado universo. Las máscaras que cuelgan de sus paredes adquieren su valor metafórico: detrás, un cosmos deshabitado.
Rotas, recompuestas y otra vez rotas las historias, lo que incluye a la tuya, tu viaje se ralentiza, persiste el sin sentido de la vida, y en este camino hacia la nada te das cuenta de que lo importante es el trayecto, equivalente a tu tiempo de comprender: la poesía que te obnubiló, poca cosa, un papel puesto sobre un sitio vacío, brillante y endeble cobertura de la pérdida, instante de breve dicha; la escritura, cuya lectura se apropió de ti hasta hacerte desaparecer, una pregunta abierta en un territorio incierto, brecha que corta el horizonte y que desmiente la creencia de un Edén para dejarte al borde del vacío, donde un resto inescrutable no cesa de no escribirse.
Y concluyes, por tanto, que frente al gran desencuentro con la realidad -esa realidad bárbara, brutal, muda, sin significado, como escribe Vila-Matas- ante esa discontinuidad de la existencia, el mundo ha dejado de ser el de antes, y piensas, no sin cierta melancolía, que sólo renunciando a ese mundo que un día creaste y en el que creíste, podrás intentar describir otro diferente, a partir de las huellas imborrables que han dejado las experiencias que han tenido lugar.