15 lecturas para releer en 2022 (II)
Por Jesús Cárdenas.
Esta es la segunda entrega de “lecturas para releer en 2022”, antes de que termine el año en que nos debatimos todos los días entre la enfermedad y el miedo, la apatía y la incertidumbre. Estas sugerencias confeccionan un repertorio personalísimo y ecléctico; un anticipo de títulos que me han dejado honda huella.
En esta última selección del año faltan nombres (siempre faltan nombres). La ardua labor crítica lacera a los que quedaron fuera. Mi respeto para todos los autores que se dejaron el alma en la escritura de sus poemas. Hay lecturas pendientes de libros publicados a lo largo de 2021 que, a buen seguro, no se perderán.
En este compendio la poesía con vocación realista, que reflexionan desde sus poemas sobre la condición del ser, del tiempo, de la memoria y de las pasiones, con imágenes evocadoras, que profundizan en el conocimiento…, pertenecientes a poetas de distinta hornada. Ahí va un mínimo trago para que los lectores se deleiten con estos libros de poemas, que no deberían envejecer.
Bajo el signo del cazador (Olé Libros) ilusiona porque Javier Gilabert y Fernando Jaén muestran en estos poemas el regusto de una flecha lanzada al infinito; dos voces granadinas que escrutan en un laberinto una posible vida, acaso el destello de la verdad. Intercambiamos inquietud por aceptación, calma y detenimiento. Con esa luz leemos en “Prueba de vida”: “Miro, huelo y escucho y no comprendo nada, / salvo aquello que permanece igual: / lo grande reflejado en lo pequeño. // La vida siempre busca guardar su privilegio, / acariciar el lomo del cielo con su luz / y beber en los pozos ocultos en las piedras”.
Cuaderno de historia (Pre-Textos) no es sólo un libro excelente sino que es un trozo de historia. Poesía realista que, desde los adentros, trasciende para todos, gracias al talento de Manuel Rico quien renueva lo vivido como parte nuestra, rescatando lo que fuimos para vernos en el futuro. Entre imágenes sugerentes, la armonía de los versos nos transportan a otro tiempo nuestro: “Hemos llegado tarde a la ciudad. / Nos miran los relojes, se empañas sus esferas / y en la calle luces distintas a las que fueron tuyas / iluminan calzadas y horizonte, dibujan / consignas de vida y artificios, / vacíos envoltorios de esa verdad con nombres / que hace la intimidad y construye el estambre del nosotros”.
El balcón (Sonámbulos) concilia deseo y amor, realidad y ficción, resignación y anhelo de esperanza. Emoción y talento desplegados en una poética comunicativa, ya sea en verso o en prosa poética. Vale la pena asomarse a las ventanas y pozos de Ana García Negrete: “Descansemos de ahora en adelante / tentados desde un balcón cualquiera / y miremos el cielo sugerente y eterno, / donde intuimos la hermosa / decrépita bóveda de incidente: / la que desaparece a intervalos, / pesimista y enferma de prisa contagiosa / después de consumir las horas perdidas, / exhaustas y acabadas”.
El lugar de los dignos (Algaida) ahonda en las emociones, reflejan paisajes, momentos, personajes. Gracias al reencuentro con el lenguaje, el amor, la propia vida en suma, este libro de Mario Lourtao planea sobre la memoria, por efímera que sea nuestra existencia, digno de celebrar: “Conocemos / el ardor de nuestras brasas / –la combustión del alma y del recuerdo– / e ignoramos –para seguir fingiendo– / el vivo palpitar que cede a las cenizas. / Nos queda ese fulgor, un rédito de luces / donde apoyar la vida, esa ardiente hendidura / donde gotea como un regalo la memoria”.
El peor de los perdedores (Vitruvio) nos obliga a reflexionar el acto de permuta que promueven las pérdidas: el olvido, el abandono y los finales. En el discurso derrotista de Daniel Romero Campoy interesa no abandonar el lenguaje, ese al que el poeta se entrega: “No hay palabra que te nombre, / sonido que te pronuncie, / sabor que te describa / u olor que muestre tu esencia. / No hay reloj que mida tu tiempo, / sentimiento que invoque tu tacto / o medida que recorra tu cuerpo, // Y sin embargo / no hay lugar o instante / donde estés ausente”.
El umbral insalvable (Bartleby) se halla en los límites que exploran las posibilidades de la palabra en torno a la imagen. Miguel Sánchez Gatell traza un delicado homenaje a los signos en composiciones dedicadas al color, y otras existencialistas que reflexionan sobre la relación del tiempo y del lenguaje: “A lo mejor todo este vacío / que sentimos / es falta de piedad o de lenguaje / o es esa sed del corazón / que asoma, siempre impura, en unos labios. / […] A lo mejor es ya la edad / de los caballos muertos a pedradas / y seguimos pensando / que es solo una metáfora”.
El viaje II: poemas 2002-2019 (Liliputienses) rescatan las huellas de lo perdido. Estas composiciones, que horadan en el interior una y otra vez, renacen el blanco del ser. Fija Coriolano González Montañez un territorio de honda emoción con versos contenidos, ceñidos, sensibles: “Pero todo es inútil, padre. / Sigues aquí y ni siquiera el viento / que ahora sopla en el valle / logra dispersarte. / Te quedarás para siempre, / tiñendo el tono de la tierra de los ancestros. / Bastará con remover la superficie / y aparecerás”.
En donde resistimos (Hiperión) aprehenden lo vivido con instantes vibrantes y recorren un camino con incógnitas. Los instantes felices son intuidos como si buscásemos las huellas en un camino nevado. Versos de invierno, los de Francisco Caro, que dialogan con nosotros, y transparentan, pese al desasosiego que nos propina el mundo: “mientras somos, su aguacero // cesará la canción, / se dormirá la almohada / en su cansancio dulce, vendrá el alba a quedarse / porque el día y el patio querrán vernos // del nocturno del mundo / volveremos sin nada, / si no es con la certeza de que amar es gastarse / y que gastarnos juntos es tenernos”.
Fragilidades (Polibea) condensa la profundidad de la vida en una cincuentena de haikus (o jaikus). La estrofa japonesa elegida por Hilario Jiménez Gómez sirve de lugar de acogimiento para indagar en lo esencial: la fragilidad frente a la intemporal belleza (“cerezo en flor / el más bello invierno / en primavera”). El sentimiento senryū propicia un hondo susurro: “en mi desvelo / oigo esas alas tuyas / que no conoces”. En esa frontera de lo perdurable se hallan radiantes silencios: “sí, tengo miedo / a la fragilidad / y a sus heridas”.
La luz que enciende el cuerpo (Visor) reivindica una ranura abierta a la esperanza, al goce de los instantes. Los poemas de Iona Gruia celebran el amor hacia su hija; sirve de antídoto contra los fracasos personales. Otro tipo de amor es eje del pasado. Versos precisos que nos hacen cómplices: “Hay una música secreta / que organiza mi vida, / una armonía insustituible / para cada recuerdo, / para cada invención. // La música fluye debajo de la vida, / la envuelve con sus notas y ordena el corazón […] Esta es mi vida y esta es toda vida: / los gestos cotidianos, / la música secreta”.
Lo que un día fue nieve (Devenir) supone un viaje introspectivo de Vicente Picó Galache, hacia la sima del amor, en el que se abre un abismo pretérito que refleja la verdad. En estas composiciones se mima el lenguaje provocando efectos armónicos sinuosos, con tono nostálgico se evocan paisajes de atmósfera incierta: “Podría incluso morir / para nacer de nuevo / en un vientre distinto, / ser niño con el silencio a cuestas, / caminar muy despacio con los ojos / como firme metal incrustado /en una pared muy fría”.
Muchedumbre (Lastura) intensifica la perplejidad de lo vivido, desde una perspectiva vitalísima. Sirve de pórtico el poema inicial de Rocío Hernández Triano: “De espaldas a la luz, / con la boca en la tierra, / esperas, / muchedumbre, / como animal herido. / Yo silbo las palabras. / Lentamente te alzas, / te yergues sobre un mundo / inaugurado y cierto”. Explora este libro un legado existencial dejando un caudal de interrogantes y reflexiones que se expanden hasta tocarnos: “El tiempo es una espiga de la que somos hebras”.
Solo inclasificable (Siltolá) revela la madurez poética alcanzada por Efi Cubero, reflejada en un discurso meditativo y reposado que nos revela interrogantes. Encontraremos las claves de su lectura toda vez que nos desprendamos de la niebla y de todas esas capas que nos rodean: “Para no arrebatarte lo inconstante/ la savia de los frutos, deshacerte de ramas / que te impiden crecer, y seguir, / seguir siempre por esta extraña senda / de incertidumbre y vida”; “La soledad del viento en las preguntas / jamás tendrá respuesta, solo niebla. / Busca el retorno hacia el espacio mismo / tu propia soledad de acantilado”.
Si te preguntan por mí (Renacimiento) destaca por la creación de un territorio existencial tan lúcido como límpido. J. R. Barat despliega, desde la honesta humildad, su talento poético en versos que fulguran el asombro de sabernos tan frágiles: “lo que más me asemeja / a cualquier ser humano / es el hondo temblor / ante lo incomprensible, / la gris mediocridad, / el dolor de saberme / fugaz e intrascendente / en el absurdo devenir del mundo. // Si preguntan por mí, / ya saben lo que soy: / una sombre entre sombras. / Barro solo ”.
Tocar arcilla al fondo (Siltolá) profundiza en el lugar que compete al ser y a su relación con un mundo que vivimos lleno de incógnitas. La extrañeza del entorno es comprendida por medio de una vuelta al origen. En consecuencia, José García Obrero practica una poesía precisa, exacta y diferenciadora: “Cada cual contempla su horizonte, / aunque a todos nos sostenga el mismo tránsito: / una nube de polvo que el aliento dispersa […] Si sientes bajo el rostro el filo de una raíz, / todo lo que anhelabas habrá quedado atrás / y seguirás andando”.
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