“Cartografía del frío”, de Charo Prados
Por Jorge de Arco.
Cuanto ha quedado atrás, cuanto resta por hollar, cuanto cabe en la duración inasible del presente, parecieran ser las claves de esta Cartografía del frío (Pre-Textos. Valencia, 2021), que supone el cuarto poemario de Charo Prados.
Sevillana del 62, alterna las letras y la docencia, y alcanza en esta entrega una voz límpida, madurada en su humana y honda meditación. Y lo hace, además, mediante una realidad a la que mira de frente y sin especulaciones. Con un verso que sabe a música del alma, canta y cuenta lo que ama, lo que añora, lo que ansía, lo que duele y lo que sana, todo aquello, al cabo, que es íntima señal, huella:
Trazar un mapa en el tiempo, el buen camino,
que oriente el paso del hombre, su viaje,
cruzando estrellas y mares, laberintos
en cuerpo y alma.
Un sueño grande, antiguo.
Una quimera.
Divido en cuatro apartados, “Éxodo”, “Naufragios”, Círculo Polar” e “Isla mínima”, el volumen no contempla poema alguno que se abandone, que navegue en solitario. Fronteriza con lo naciente y lo vivido, Charo Prados fuga su palabra hasta los límites de las horas y allí la hace latir, acompasada, cómplice, dadora de una mansedumbre que acompaña al lector y lo torna también semilla de su cosecha:
Junto al ladrido fiel del oleaje,
una casa pequeña en que posarnos
a respirar el mar.
Caerán los lirios, las hojas, las enaguas,
al pie de la ventana.
Y soñar, y soñarnos,
raíz en vuelo.
Los territorios familiares se tornan hermosas instantáneas de un universo donde el corazón se hace sílaba, sosiego, hueco en el aire del amor y su sortilegio. Porque el yo lírico que escruta estos paisajes, estos hilos de memoria, sabe que entre la terca audacia de las estaciones hay un cuerpo y una voz, un hogar y un calor que poco a poco va “… cociendo en el horno de la alegría”; la dicha, sí, de ser uno y múltiple, pájaro y bandada común:
Con mi llanto te hablo esta tarde de julio,
abuela grande y quieta, abuela que te llamas
-así en el cielo tuyo como en la tierra nuestra-
con un nombre de rosas, de cadenas y tiempo,
rosario,
abuela dulce, la que siempre sonríe,
mientras su pecho cierra, poco a poco, las puertas,
a la vida, y se abre,
muy despacio, a la otra,
a la oscura.
En el mnémico fulgor que nace de su discurso, la escritora hispalense se desdobla y se rescribe en una suerte de sombra y de prodigio encendidos, los cuales le permiten desvelar los enigmas de su mismo ser, la hoguera oculta que recorre su escritura, su mediodía, su medianoche.
Como una bocanada de verdad surge un decir que mana consistente y se hace nombre de un mismo reino, en donde lo amatorio pronuncia también su visible condición. Pues, en suma, cuanto habita entre su orilla y su horizonte, es un bordón infinito desde el que nace la sed, y también la caricia:
Amo el cráter profundo de tu ombligo
(…)
Estos frutos salvajes que anidan en mis manos:
los volcanes cambiantes de tus pezones rojos,
tu cabello negrísimo, medusa en que me aquieto,
y tus labios de sal,
playa secreta de tu risa grande
al acecho feliz de mi piel erizada.
Un libro, en suma, donde cabe, a su vez, la elocuencia de la belleza, la materia de lo emotivo, la luz que siembra el pan de cada día, la humilde savia de los pájaros, el hambre y la piel del paraíso…. Y, todo ello, tamizado por un verbo que sabe a pureza, a honestidad, a poesía con mayúsculas, “a la lluvia segando a borbotones / el frío del invierno”.