El Tour como ficción 2021 (Día de los Inocentes). La realidad inverosímil o los ciclistas de Schrödinger

Feliz Navidad, amigo lector, que te repones de los ágapes copiosos de los últimos días mientras recorres quizás Madrid en busca de tu cita en un centro de salud. Feliz Navidad, digo, y perdona la enojosa interrupción en fecha tan desacordada para el ciclismo como el fin de año, pero es necesario informarte de una importante noticia: Chris Froome, el ciclista que terminó el pasado Tour de Francia en la centésima trigésima tercera posición pese a ser tetracampeón de la carrera y ganador también de un Giro y dos Vueltas, sufrió en julio, durante la disputa de la prueba, un brote de bilharzia, la severa enfermedad infecciosa tropical que ya le afectó hace más de diez años, antes de atacar sentado en el Mont Ventoux y comenzar a acopiar uno de los palmareses más nutridos de la historia.

Y no pienses que se trata de una inocentada, porque es información rigurosamente cierta, hecha pública por su equipo para explicar su pobre rendimiento en la carrera en la que hizo historia. Al parecer, Froome “se sintió especialmente cansado”, cuando no “completamente bloqueado”, y decidió someterse a unas pruebas (así dicho, a unas pruebas en general) que arrojaron el sorprendente resultado. O quizás esto haya ocurrido en este lado de la caverna platónica y en el otro haya dos Froome distintos, uno campeón imponente como el doctor Jekyll y otro, como mister Hyde, esforzado pedaleador que hace esfuerzos por evitar la disgregación de sus miembros sobre la bicicleta, y tengamos que elegir entre la píldora azul que nos mantiene en el mundo con bilharzia y la píldora roja de los dos Froome. En el primer caso, los admiradores del campeón británico pueden alborozarse sin pudor: dado que su discreta temporada no se debe, según esto, ni a su edad (treinta y seis años) ni a las lesiones que sufrió en 2019 a consecuencia de una caída que casi le cuesta la vida (fracturas en fémur, codo, esternón, una vértebra y varias costillas, además de la pérdida de dos litros de sangre) ni, por supuesto, al hecho de haber abandonado las filas del Imperio Galáctico en el que sufrió su Gran Transformación, es de esperar que el próximo año, cautivo y desarmado el parásito invasor, vuelva por sus fueros y venza allá donde compita, si no en el Tour al menos en la Clásica de San Sebastián. En el segundo, creo que tendríamos que imaginarnos a Froome como en una caja de Schrödinger: quizás esté allí el gran campeón, quizás esté simplemente su cadáver, y tendremos que esperar al próximo julio para descubrirlo.

Desde luego, puede que esto resulte un tanto inverosímil y que sea, en algunos aspectos, difícil de creer la coincidencia de tanta mala fortuna en un único corredor, y realmente es imposible discutir esta idea. Pero ocurre que, al contrario que la ficción, la realidad no necesita ser verosímil. Por poner un ejemplo, en una novela sería de todo punto increíble, y por tanto invalidaría la obra, que el protagonista ganase la Vuelta a España siendo asmático y sufriendo un fallo renal en la última semana de carrera, pero eso es justo lo que le ocurrió a Froome y es estrictamente real. Ya decía Boileau que lo real puede a veces no ser verosímil sin dejar por ello de ser real; pero esto genera un grave problema narrativo: dado que la literatura no trabaja con lo real sino con lo verosímil (en términos de Aristóteles, no con lo que ha sucedido sino con lo que podría haber sucedido), ¿cómo debe relatarse algo que sucedió y sin embargo no podría haber sucedido? ¿Cómo conseguir hacer parecer real algo que es de por sí real y, sin embargo, no lo parece (y que sobre todo, necesita parecer real)?

En fin, este es un grave problema de poética, en cierto sentido muy posmoderno, que la figura de Chris Froome sitúa una y otra vez bajo la mirada esquiva del crítico literario que quiera solazarse con el ciclismo profesional y que, hasta donde yo llego, no ha sido resuelto aún. Diría, de hecho, que parte de la literatura actual (y por supuesto del ciclismo actual) hoza, por así decir, en esa especie de singularidad cuántica explotando lo inverosímil y sus posibilidades cómicas: las conspiraciones enrevesadísimas de Thomas Pynchon y la carrera deportiva de Geraint Thomas, las dislocadas tramas de espionaje de Jean Echenoz y las dos etapas ganadas por Mark Padun en la Dauphiné Libérée antes de desaparecer para el resto de la temporada o, por supuesto, la mágica historia del descabalgado Miguel Ángel López, tan sorprendente como la de Froome, pero mucho más divertida.

Como quizá ya sepas, López o, como le llama mi compañero Julio, el Rocky Balboa de los grandes puertos, fichó de forma inesperada por el equipo Movistar (un año antes “los mismos tontos de siempre”) del incombustible, inefable e incalculable Valverde (por las mismas fechas, “vaya famoso campeón del mundo”), que parecía dispuesto a recibirle con los brazos abiertos, según sugería el documental producido en el seminario navarro a guisa de crónica anual. La mala suerte quiso que contrajera la covid y tuviese que retrasar su debut hasta mayo, pero su temporada pronto despegó con una etapa y la clasificación general en la Vuelta a Andalucía y una muy buena actuación en la Dauphiné, carrera en la que contra todo pronóstico se sacrificó en favor de Valverde para ponerle en bandeja una victoria parcial. Tan prometedora aproximación al meollo de toda la temporada telefónica se sustanció en un Tour verdaderamente desnortado y anónimo del que ya dimos cuenta en su momento y que concluyó con su abandono, al parecer forzado por el equipo, a dos días de llegar a París (¡!). De algún modo difícil de descifrar, aunque muy representativo de ciertas incoherencias explotadas en la ficción contemporánea, este rendimiento tuvo como consecuencia la renovación de su contrato por dos años.

Y es que no era nada, en todo caso, que no se pudiese enderezar, como por otra parte hacen las tropas norteñas todos los años, en la Vuelta a España, en la que, en efecto, pareció entenderse muy bien con Enric Mas (“un egoísta” con el que no quiere correr más, como supimos después) para ganar la etapa reina y asegurar un meritorio tercer puesto final. Pero como López es un ciclista siempre cercado por la desgracia (aunque ya se sabe que comedia es tragedia pero más tiempo, y pocos ejemplos hay mejores que este corredor), el infortunio se abatió sobre él en la vigésima etapa, última a efectos prácticos, cuando por una mala lectura táctica perdió el corte en el que se infiltraron la mayor parte de los favoritos; penó en su persecución durante unos kilómetros, pero, aislado como estaba, paró por consejo o imposición de su director deportivo a esperar a un compañero que, por otra parte, no pudo tampoco reducir la diferencia con el grupo de cabeza, que se alejaba lo suficiente como para que López cayera por debajo del top ten de la clasificación general. Tan duro debió de ser el golpe que su alma desasosegada no pudo soportarlo e, indignado con equipo, compañeros y hado trágico, puso pie a tierra y se apeó curiosamente de la bicicleta, inmune a los intentos asombrados de sus compañeros y directores de que retomase la competición, de la que se terminó retirando in situ.

Y tampoco es esto, por más que lo parezca, una inocentada, sino un hecho cierto pero totalmente inverosímil cuando se intenta narrar, lo que parece, como llevamos ya varios años insistiendo, una característica esencial del ciclismo de nuestros días, resuelta y festivamente instalado en la incoherencia para nuestro enfado. Pero no nos lamentemos en estas fechas tan entrañables y veamos por un día los aspectos positivos de estas sorpresas fantásticas que en el Día de los Inocentes podemos hacer entroncar lo mismo con la noble tradición de la literatura popular e infantil que con las obras más experimentales y arriesgadas de principios del siglo XX: celebremos que Froome sea como Cenicienta y haya escalado los montes de Europa durante diez años en carroza y no en calabaza o que López, como un personaje unamuniano, se niegue, ante la posibilidad de la muerte ciclista a seguir formando parte de la novela, nivola o vuelta por etapas de que se trate y decida acabar por su propia mano con su participación. Festejemos, en definitiva, que el ciclismo, completamente real, sea por ello independiente de la necesidad demasiado humana de la verosimilitud y nos sitúe como lectores ante la posibilidad de un mundo nuevo donde las leyes físicas, lógicas y psicológicas de nuestra existencia queden fantásticamente suspensas al menos antes de apagar el televisor.

Posdata. Recordemos, por último, otro suceso tan real como lógicamente imposible, la única verdadera inocentada con que nos ha regalado últimamente el ciclismo profesional: la sanción por dopaje hace ya tres años de André Cardoso, condenado por el uso de EPO pese a que el contraanálisis arrojó un resultado no concluyente. Como todos los años, los corresponsales de Culturamas en el Tour de Francia ofrecemos un sentido homenaje a este chivo expiatorio y le deseamos, ya puestos, una resurrección tan rutilante como de la Mark Cavendish, último ejemplo insigne de inverosimilitud velocipédica que mencionaremos en este 2021.

 

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