«Las realidades efímeras», de Carmen Ramos

Por Elena Marqués.

Todo esto sucedió gracias a sus manos

Es difícil llegar desprejuiciado a ningún libro. Casi siempre, antes de abrirlo por la primera página, un amigo nos ha comentado algo de él, y por eso estamos allí, con los ojos dispuestos a ver lo que otros han visto, a leer e interpretar según los parámetros y gustos de quienes en ocasiones, con un comentario admirativo, nos condujeron hasta su umbral.

Yo adquirí este Las realidades efímeras en la Feria del Libro de Sevilla 2021. Lo recibí dedicado de manos de su autora, que me explicó: «Es algo muy distinto a lo que he hecho hasta hoy. Alguno va a decir que qué me he fumado». No sé si eran las palabras exactas, pero de eso iba el mensaje.

Y no es que el aviso en sí me asustara, pero me quedé pensando en si finalmente sería el libro de mi agrado. Porque ya conocía buena parte de la obra de Carmen Ramos, y me gustaba. Mucho. ¿Significaría aquello que lo nuevo, por muy diferente, me iba a resultar arduo, feo, extraño o algo por el estilo?

Me fui camino de la Alfalfa, donde me iba a recoger mi marido, y, mientras esperaba, impaciente que es una, empecé la lectura. Por la contracubierta, donde los editores de la colección Mirto de la sevillana Maclein y Parker colocan siempre unos versos, quién sabe si de reclamo: «Alguien debería contar / esta historia: / el vértigo, el llanto, / la tristeza que parpadea / como el neón de los cuerpos. / Alguien debería roer / esta herida y abrazar / las ventanas antes de lanzarse». Y, aun imaginando quién podía ser ese alguien, sentí que quería ser yo la contadora del vértigo, el reflejo de estas realidades efímeras y a la vez pesadas como una losa que se me abrían página a página. El viajero de ojos extraviados de la cita de Marguerite Duras con que se inicia el libro.

Que Carmen Ramos es una maestra de la brevedad, de la condensación y la sencillez era algo que ya sabía. De hecho, con unos pocos versos de apariencia incluso prosaica, de textura narrativa, es capaz de darnos una bofetada sin manos, como hace solo con el primer poema, variación sobre un sintagma que empieza siendo inofensivo pero ¡ay!

Porque enseguida se observa que la repetición se erige como fórmula, y que logra en nosotros sus efectos. Consigue, con el ritmo que plantea, con su música de inflexiones graves, crear una atmósfera casi trágica, un tono entre triste y rebelde, más desesperanzado que furioso, al describir, en acerados fogonazos sin título (sí lo tienen las secciones, y son muy potentes; así, «La tentación de la tristeza», con cita de Ajmátova como paratexto; o «Alguien debería contar esta historia», donde el yo, más que contar, grita silenciosamente), sensaciones opresivas, descripciones de nuestra humanidad y de nuestra pequeñez. Entre nuestras manos se suceden el miedo al vacío, que se muestra, como en el poema transcrito más arriba, tal que un abismo al que sucumbir (¿ese abismo que cruza con la pértiga de la culpa el acróbata Nik Wallenda?); la aridez del desierto y su magnífica soledad; la animalización de los temores; esa «huella de una serpiente en la arena» o esos «espejos / mínimos y volátiles» de los charcos. Nada más efímero y más real.

Ya he dado algunas pistas de la decantación formal de este poemario, donde, como debe ser, cada palabra ejerce su elocuente poder. La adjetivación es escasa, pero, cuando aparece, se nos revela absolutamente necesaria, con la certeza del término justo, al igual que metáforas y símiles, como los que se encadenan para describir la espalda de la voz poética en una sucesión de árboles, todos, esta vez sí, acompañados por su complemento calificativo del campo semántico de la aridez y lo que ella connota.

Precisamente la aridez, la ausencia, el silencio, la pérdida, el vacío, representado en una grieta inmensa («no ser – ser nada»), en una sima de profundidad inimaginable, forman el cuerpo de la tercera sección, junto a otros parajes desolados, de mares oscuros y playas vacías, de ventanas cegadas.

Quien lea todo esto pensará que Las realidades efímeras es un canto a la tristeza, y no puedo negarlo. Incluso los poemas que cierran las tres primeras secciones, distintos en forma y espíritu, más extensos y con referencias cercanas, conocidas y reales (y, por eso mismo, mucho más efímeras), «El verano de Ronald McDonald», «El verano de Nik Wallenda» y «El verano de Lau Wan», a pesar del tono algo irónico y la distancia que intentan crear con el resto (véase la intención tipográfica en el índice), dejan un poso amargo. Porque la realidad es poliédrica, y, si el haz de la hoja es suave y brilla al sol estival, el envés siempre nos llaga las manos con su aspereza. Esos poemas empiezan (las repeticiones, siempre las repeticiones, condenadas y «condenantes») con la fórmula «Todo esto sucedió el verano que…», que solo puede remitirnos al estremecedor poema que abre el libro («Todo esto sucedió / el verano de los niños, / el verano de los niños en la playa, / el verano de los niños que comían arena en la playa, / el verano de los niños muertos que comían arena en la playa» o la importancia de un adjetivo) y conducirnos, con un nudo en la garganta, hasta el colofón; esa anotación al final del libro que indica la fecha y lugar de impresión y que en este caso añade algo más. Algo así como una excusa. «Todo esto sucedió a pesar de mis manos».

A mí me resta decir que alabadas sean esas manos que me han conducido hasta aquí, a este incendio, a esta tempestad, a esta tormenta seca, a este laberinto de miedo, a esta ceniza de angustia en el pecho y a este dolor. Sinceramente, me alegro de que Carmen Ramos, esta vez, haya alargado los dedos y sucumbido a la tentación de la tristeza.

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