‘Un optimista en América’, de Italo Calvino

Un optimista en América

Italo Calvino

Traducción de Dulce María Zúñiga

Siruela

Madrid, 2021

284 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Hay un ejercicio del viajero, el auténtico, ese que sobre cualquier definición surge emocionalmente, por el cual el desconcierto se transforma en admiración. Para sentir ese desconcierto, cierto es, uno debe reconocer sus prejuicios: quién es, o quién cree que es, o quién es el tipo que viaja con todo el bagaje de lo que le ha formado. Y de la formación surgirá la transformación. Los prejuicios, pues, tienen una función en el viajero que no podríamos haber descubierto de muchas otras maneras: los prejuicios sirven para sorprenderse. Y de esa sorpresa, sobre esa admiración que brota del desconcierto, iremos aprendiendo, creciendo, haciéndonos, si puede ser, un poco mejores. Porque el aprendizaje intelectual, ese que no afectaría a la compasión o a la solidaridad, es un aprendizaje tullido. Uno viaja preguntándose ¿quiénes somos? Y va descubriendo quiénes podemos ser.

En el caso de Italo Calvino (Santiago de las Vegas, 1923 – Siena, 1985) nos encontramos, además, con un viaje que anticipó en lo que nos hemos convertido, al menos en el mundo occidental desarrollado. Calvino recorre Estados Unidos en los años 1959 y 1960, preguntándose un poco si esto, esta sociedad que observa como se observa una película en el cine, es lo que llegaremos a ser. Y nosotros lo leemos, hoy en día, como una premonición cumplida, mientras nos preguntamos si esto, en lo que nos hemos convertido, es realmente lo que más nos gustaría ser. Calvino nos va describiendo los tópicos en el momento en que están naciendo, y leemos un cierto patetismo que nos afecta más de lo que pensábamos que podría hacerlo al recocernos en el texto. Hemos dicho patetismo y debemos aclarar que lo hacemos respetando su etimología: Pathos es emoción y sufrimiento, y el sufijo -ismo indica actividad. Y del empeño Calvino sale beatificado gracias a un humor que ya conocemos, que es de tan baja intensidad como irreductible, el tipo de humor que más agradecemos a diario.

Nos ubicamos en una época en la que uno se preguntaba qué iba a salir de la Unión Soviética –“ese país sin distracciones donde la gente, al no tener a su disposición novelas policiacas ni semanarios de escándalos, lee y relee clásicos hasta en el tranvía”-, y que saldrá de los Estados Unidos –“donde todo es distracción, donde las rotativas no paran de girar para estampar e ilustrar, y, aun así, donde también las máquinas tipográficas pueden imprimir obras culturales, y donde los lectores, contal de tener algo bajo los ojos, hasta son capaces de leerlas”-. Nos sorprende el mestizaje o la heterogeneidad, y nos preguntamos cuál de las dos cualidades es la que realmente se está imponiendo. Comprobamos la obsesión por la tecnología y, como rasgo tal vez más representativo del americano, la autosuficiencia. Entramos por Nueva York –“Ante un mundo humano tan cambiante, ninguna forma de conocimientos y de previsión parece posible, si no está basada en una exhaustiva acumulación de datos, de sondeos estadísticos minuciosos, cada vez más minuciosos, que terminan hundidos y liquidados en un mar de cifras, respuestas y noticias que ya no se pueden relacionar, que ya no significan nada…”-, y nos llegaremos a las ciudades más importantes del país: Chicago, San Francisco, Las Vegas, Nueva Orleans… Iremos haciendo un análisis bastante social, pues la mirada de Calvino atiende a los estratos que impone la economía, con una sensibilidad extranjera, lo cual, en este caso, significa que sólo alguien de fuera puede ver el cuadro completo.

Y esta visión exterior nos acompañará todo el viaje. Calvino no puede evitar cotejar el país que visita con el peso cultural, social, de costumbres y prioridades, en que nadan los habitantes de la vieja Europa. Es cierto que intenta comprender, por encima de todo, y que trata de evitar que su formación y su origen sirvan para hacer ningún tipo de valoración. Pero también es cierto que de vez en cuando debe permitir aflorar ese sustrato, porque no puede negar al lector quién es el viajero al que lee. Ese viajero que siente que está caminando sobre un país en el que se impone el reduccionismo de llevar todo a sus términos más simples:

«Dividiría el reino de la idiotez en dos categorías: la patriótica y la no patriótica. Por idiotez patriótica entiendo también la religiosa, la familiar y toda aquella que se valga de un respeto “sacro” para inhibir en la gente la capacidad de burla. Con no patriótica me refiero a toda aquella idiotez de la que uno puede ironizar y que uno puede criticar, aquella que es válido parodiar y todo lo que pertenece al teatro de lo “profano”.

«La realmente peligrosa es la primera. La tarea del intelectual es luchar sin tregua contra ella y restringir los ámbitos de la negatividad dirigida a fortalecer reverencias “sagradas” de todo tipo. Los niños se encargan de luchar contra la segunda.»

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